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José, mi amigo sin hogar

Sentimos un enorme vacío al perder a un amigo. Un vacío que se llena con angustia y se desborda con ira al descubrir en los espacios vacíos de nuestras vidas que el tiempo que debimos haber dedicado a nuestro amigo fallecido, se ha ido.

 

José Machado Pais

 

Este sentimiento perturbador me invade cuando pienso en la muerte de José. Algunas veces fue visto como un vagabundo, o como borracho o como un loco… ¡Pero no era nada de eso! Era sólo un hombre sin hogar.

No obstante, en el imaginario social dominante, la gente ‘sin techo’ paga el precio de no encajar en el mundo, considerándoseles sucios o basura social. La opinión común ignora la miseria que les rodea, incluso como una forma de p   rotegernos a nosotros mismos para no sentirnos culpables. Conocí a José cuando estaba sentado en los escalones a la entrada de la iglesia de São João de Deus en Lisboa. José estaba leyendo la Biblia. Aprendí mucho de él, por ejemplo, el valor de la comunicación y la importancia de la palabra para comprender el misterio de la vida.

José me explicó que cuando hablamos es porque somos, y si somos es porque estamos vivos; o estamos viviendo porque existimos. De la misma manera que damos vida a las palabras, ellas también nos dan vida, una identidad propia y conciencia de nuestra existencia. Es lo mismo que sucede cuando, por ejemplo, nos identificamos con un nombre.

Cuando lo llamaban por su nombre, el rostro de José se iluminaba. En su condición de indigente, José no se quejaba por no tener nada, simplemente no quería perder su nombre.

¡Mira la barba del viejo Ze! ¡Eso no me molesta! ¡Lo que quiero es que la gente me llame José! Y que no me llamen ¡sucio!».

Cuando alguien lo llamaba por su nombre, José asumía una identidad que le permitía dar significado a su existencia precaria. Reconocer a alguien por su nombre es equivalente a reconocerlo como persona, como individuo. Lo conocí mientras yo escribía un libro sobre la soledad “Sobre los rastros de la soledad” (On the traces of loneliness). Leo bastante literatura especializada sobre el tema, pero sus pensamientos, José, eran mi principal fuente de inspiración. En una ocasión usted me dijo: «La soledad es un sentimiento que la gente tiene en su corazón. Está dentro de nosotros, lo que importa es sentirlo realmente, no sólo expresarlo en palabras, sino sentirlo dentro de nosotros, dentro de lo que somos». Me fui a casa reflexionando sobre lo que me dijo.

¿Cómo se puede alcanzar la realidad de este sentimiento que no se expresa con palabras, pero que solo se siente? Es un desafío al que las ciencias sociales han eludido en la misma medida que los sentimientos desaparecen fuera de los métodos que se emplean habitualmente para describir otros tipos de realidades, además de los sentimientos.

Sabemos cómo abrir una nuez y extraer su pulpa, cómo abrir una lata de atún, cómo abrir una caja fuerte, o incluso cómo forzarla.

Pero como usted me dijo José, es muy difícil entrar en los sentimientos de una persona, ingresar en esa cajita de emociones que es parte de nuestra existencia.

¿Qué tipo de clave descifrará el enigma de la soledad? Merleau-Ponty escribió un libro (“The eye and the mind” / (El ojo y la mente) donde hablaba sobre su gusto por aquellos pintores que decían que las cosas los observaban mientras ellos las pintaban. Eso es lo que falta, sentir la mirada de aquellos que en su soledad son vistos desde lejos o simplemente son ignorados. Esto implica un método, una mirada hacia adentro. Observar lo que normalmente se desprecia, pero también una mirada comprometida, que es esa que implica un compromiso, una obligación de denunciar, descubrir, desentrañar, escuchar, de dar. Como un amigo suyo de la calle me dijo una vez: «a veces una palabra vale más que una moneda».

No he olvidado ese sentimiento de gratitud que brillaba en sus ojos cuando alguien lo saludaba.

En una ocasión le regalé una chaqueta que ya no usaba. Posteriormente envidié mi vieja chaqueta por la íntima relación que tenía con el indigente. Lamento que nunca pude escribir una biografía de la nueva vida de mi chaqueta vieja con el fin de descubrir su nueva identidad y sobre todo la identidad de la persona que la llevaba puesta.

¿José, recuerdas nuestros paseos a través de nuestra querida Lisboa? Juntos pusimos en práctica un método de investigación, el método de (passeiologia) paseo-estudio. Al caminar por las calles nos dejamos llevar más por el sentimiento de lo que fuimos descubriendo que por el movimiento de nuestros zapatos.

Éramos como dos ángeles de la película de Wim Wenders, “Wings of desire”, errantes e invisibles a través de los secretos de los laberintos urbanos. En mi libro “Nos rastos solidão” le hice una dedicatoria: «Para José, filósofo de la calle, profeta vagabundo con quien aprendí a recorrer el mundo. La última vez que nos encontramos, estabas molesto. Al sonreír y extender la mano, un sombrero de lluvia arruinó tu bolsa de pan. Sabías que te llevarían al hospital de nuevo. Por la mañana te busco… en las huellas de la soledad.

Cuando fui a buscarte a la clínica psiquiátrica del Hospital Julio de Matos, no te reconocí. Habían afeitado tu barba y tu cabeza. Estúpidamente no supe cómo interpretar el brillo en tus ojos. Hasta que viniste lentamente hacia mí y me diste un abrazo.

Un día me dijiste: «El destino tiene muchos caprichos, depende de la voluntad de cada uno de nosotros».

Si hubiese valorado adecuadamente tus pensamientos, la sabiduría de tu filosofía de la calle, no estaría sintiendo hoy una inmensa sensación de ira contra mí mismo.

Pero no, no fui capaz de descubrir esa voluntad para desarmar los caprichos del destino.

Por eso siento que traicioné nuestra amistad cuando, por ejemplo, te dejé en la calle, te entregué a ti mismo, a tu soledad. Uno no abandona a un amigo en la calle. Cómo pesa sobre mi conciencia esto ahora. Gracias por brindarme esas muy valiosas lecciones de vida. Contigo aprendí que la soledad es un fracaso para lograr, una desconexión con el otro, en algunos casos, una desconexión con nosotros mismos. Cada uno de nosotros presupone la existencia de los demás, incluso de otros que existen dentro de nosotros mismos y que nos unen en sus conflictos. ¿Cómo podemos llegar al otro que existe dentro o fuera de nosotros mismos? ¿Cómo podemos cruzar la distancia que nos separa?

En el cementerio de Alcabideche, en un cuadrado de tierra donde yace tu cuerpo hay una roca que tiene tus palabras: «Me gusta llevar tierra en mis pies para olvidar el cansancio de mis zapatos».

(Traducido por Miriam Carbajal – Email: miriamcarbajal2@gmail.com) -Fotos: Pixabay

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