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Pereza

Mi hija ha trabajado desde casa durante la pandemia. Mientras que esto no ha afectado negativamente su productividad, ha notado un desequilibrio entre el trabajo y la vida privada.

 

Steve Latham

 

Ahora no hay distinción entre el espacio de trabajo y la vida en general. Por eso, mientras sigue haciendo un buen trabajo, ahora ha desarrollado ritmos saludables de autocuidado y bienestar.

Estos incluyen: pausas programadas para tomar café online con colegas del trabajo, paseos alrededor de la manzana, correr y comer sano.

Su experiencia resalta las diferentes experiencias que han tenido las personas durante el confinamiento, como demuestra mi visita retrasada a la peluquería ayer (después de que reabrieran).

Ellos comentaban cuán relajados estuvieron después de recuperarse del shock inicial: dar paseos en bicicleta, disfrutar de la naturaleza, hacer ejercicio y ser creativos, es decir, encontrar tiempo para sí mismos.

Este descubrimiento de valioso tiempo desestructurado coincide con las reflexiones de mi hija, quien cuestiona la condena de nuestra cultura a la “pereza”. Porque, aunque la gente perezosa existe, la mayoría no lo es.

Más bien habitamos en una cultura de exceso de trabajo, que obliga a las personas a seguir un patrón de estrés y cansancio; irónicamente, dadas las promesas de las tecnologías de la información, para reducir nuestras cargas de trabajo.

Así, medimos nuestra valía personal, a través del número de horas que dedicamos al trabajo, incluso estando en casa; aunque está demostrado que nuestra productividad disminuye cuanto más tiempo trabajamos.

Nos hemos quedado atrapados en un ethos utilitario y economicista, donde todo nuestro tiempo sirve a los intereses de la sociedad y a la economía.

Incluso cuando tenemos tiempo libre, o tiempo de ocio, lo utilizamos para ir de compras, para consumir, para que la economía siga funcionando.

De este modo, toda nuestra vida es “productiva”. Incluso el llamado “relax” requiere una actividad económica: pagar una suscripción al gimnasio, comprar ropa de atletismo cara o hacer cola para comprar cafés artesanales.

Nuestra dependencia de las redes sociales consume nuestro tiempo, y en realidad nos consume a nosotros; ya que proporcionamos datos para que ellos los comercialicen; y esto afecta nuestra química cerebral, aportando más estrés.

No queda ningún ámbito, ni en la vida personal ni en la social, en el que no estemos “encendidos”, sin actuar; un fenómeno examinado por el filósofo germano-coreano Chyung-Bul Han.

En su reciente libro sobre la pérdida de rituales, sugiere que la tradición era un baluarte contra la invasión del mundo de la vida por el capitalismo. Pero hoy, este espacio seguro se ha perdido.

Sin embargo, Han detecta un recurso cultural, posiblemente irrecuperable, en el concepto del sábado. Arraigado en la fe judeocristiana, también posee un significado político y personal.

No obstante, poco a poco, el trabajo y las compras se han ampliado temporalmente, hasta incluir los domingos, en las sociedades neoliberales.

Es interesante que aquí Han recurra a la tradición occidental, como en la mayoría de sus escritos: ¿no contiene la filosofía coreana residuos ideológicos similares?

El erudito bíblico Walter Brueggemann también ha escrito sobre el sábado como lugar de “resistencia” a la atracción del exceso de trabajo y de consumo.

Sin embargo, la pregunta sigue siendo si tales posibilidades pueden sobrevivir a la secularización a cámara lenta de Occidente. Es posible que la pandemia haya abierto la puerta a nuevas conversaciones sobre la reducción de la semana laboral y la introducción de la Renta Básica Universal.

Pero ¿qué otra cosa puede aportar una recalibración total del equilibrio entre la vida laboral y la personal contra el utilitarismo centrífugo?

(Traducido por Claudia Lillo – Email: lillo@usal.es) – Fotos: Pixabay

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