En Foco, Opinión

Fenética vida londinense

Esta semana vi en la televisión un anuncio para unos programas de deportes que decía que no tenemos que esperar el futuro, porque ya está aquí.

 

Steve Latham

 

Me recordó al autor de ciberpunk, al ingenio de William Gibson: el futuro está aquí, solo que distribuido de forma desigual.

Gibson comenzó a escribir ciencia ficción basada en la tecnología, pero progresó con la escritura de novelas contemporáneas que aun así están embriagadas de tecnología y moda y parecen ciencia ficción, porque son muy “futuristas”.

Es tan “vanguardista”: corta en rodajas el precinto del tiempo, revelando su corazón multivocal, que late con las transmisiones simultáneas de unas alternas zonas horarias culturales.

Esta interpenetración de temporalidades paralelas resulta evidente en las ciudades, los centros urbanos mundiales, que atraen a los habitantes de todo el planeta, haciendo a todos inmigrantes del pasado hacia el futuro.

Combinan el hardware de los sistemas de transporte masivo con el software de los súper ordenadores portátiles.

No obstante, esto se incorpora de forma diferente a la experiencia personal y refleja en gran medida la edad y educación.

Por un lado, un adolescente está sentado en su dormitorio, jugando a Dungeons & Dragons con amigos repartidos por todo el mundo que habitan en múltiples zonas horarias.

Por otro lado, un hombre viejo está sentado en un bar, tomándose su cerveza de la mañana, puede que incluso no tenga teléfono móvil.

David Harvey, el geógrafo radical marxista, se remonta a la noción leninista del ‘desarrollo geográfico desigual’ para explicar esas desigualdades dentro de nuestra metrópolis contemporánea. El poder económico se localiza geográficamente en áreas específicas de la ciudad, donde la élite planetaria vive o trabaja en apartamentos del centro de la ciudad o en mansiones suburbanas.

Estos subespacios pueden existir de forma contigua a la pobreza, los habitantes de la calle, los habitantes de los barrios marginales; de esta manera caminamos, conducimos por la calle, mirándonos a los ojos, pero sin ver nunca el uno al otro.

Es la ciudad dividida de China Miévile, “La ciudad y la ciudad”. Totalmente otros, como el concepto de Dios de Karl Barth, pero nunca reconocidos, a pesar de ocupar el mismo espacio.

Vemos sin ver, cuidadosamente entrenados para proteger nuestra mirada del elemento extraño, a veces desconocido, que podría molestar, perturbar nuestra paz personal.

Pero esta espacialidad segregada refleja también temporalidades diferenciadas, un multiverso de existencialismo urbano.

La clásica caracterización de Jonathan Raban sobre Londres en “Soft city” describe la forma en que el tiempo cambia de velocidad según dónde entramos en la vorágine.

A menudo se observa, por ejemplo, que la vida en Londres es muy ‘rápida’. Lo he oído de visitantes que incluso vienen de otras súper ciudades, incluidas las que parecen más caóticas y frenéticas que Londres, como Lagos.

El ritmo del caminar es súper rápido, los peatones miran sin esfuerzo cuando te adelantan, corriendo por la acera para llegar a su próxima cita.

Pero esto contrasta con la velocidad inferior de la subsistencia en los peldaños inferiores de la escala social, habitando viviendas sociales, con una alta tasa de desempleo, por ejemplo.

En este punto, las preguntas acerca de lo que ha sucedido esta semana se suceden de un vergonzoso silencio, porque la respuesta es ‘no mucho’.

Vivimos unos al lado de otros, sentimos el tiempo de forma diferente, siguiendo un concepto bergsoniano de ‘duración’ en lugar de un tiempo cronológico lineal.

Como el tiempo subjetivo varía dependiendo de si somos felices o no, la velocidad del tiempo fluye de manera desigual dependiendo de nuestra superposición dentro del flujo urbano.

Las guerras de tiempo continúan mientras entrecruzamos la línea urbana, viajeros en el tiempo de la interzona.

(Traducido por Iris María Blanco Gabás – Email: irisbg7@gmail.com) – Fotos: Pixabay

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