Europa, Globo, Reino Unido

La erosión de las democracias

El sistema democrático experimenta un notable desgaste en las denominadas democracias consolidadas de Europa, y en los Estados Unidos padece un proceso de agudo deterioro que restringe los espacios democráticos mediante prácticas que se creían sepultadas tras la pesadilla del macartismo y la discriminación racial institucionalizada.

 

Juan Diego García

 

En el Viejo Continente, aunque se mantienen las formas del sistema democrático se vive desde hace más de una década un paulatino proceso de desmantelamiento del Estado de Bienestar, una limitación cada vez mayor de los derechos civiles y un incremento del rechazo a las minorías con expresiones crecientes de racismo y xenofobia.

Pero en Europa también se vive el repunte electoral de la extrema derecha y la renovación de un espíritu colonialista de nuevo tipo que va desde las aventuras individuales en ultramar hasta el compromiso cada vez más fuerte con la estrategia imperialista de los Estados Unidos. Esto ocurre a través de la OTAN, convertida ya en una especie de brazo armado del capitalismo occidental.

La burguesía europea renuncia a un modelo de capitalismo con rostro humano alcanzado con tantos esfuerzos después de la Segunda Guerra Mundial. Hoy se levanta la Europa de los mercaderes procediendo a desmantelar el entramado de seguridades en todos los órdenes, que si bien no anula la lucha de clases, sí proporciona cierta estabilidad y un control así sea temporal de las tendencias más dañinas del sistema.

Con independencia del color político de los gobernantes se avanza en el desmonte del fundamento institucional en el cual se desarrolla el juego democrático.

La estrategia en curso intenta regresar al capitalismo clásico, a la plena libertad del capital. Se quiere regresar a un estado que si bien asegura enormes e inmediatas ganancias a las clases propietarias, también agudiza las contradicciones naturales del sistema y engendra tensiones revolucionarias, tal como sucedió en el pasado.

Envalentonada por la debilidad temporal de las fuerzas del trabajo la derecha continúa aplicando las mismas fórmulas que han llevado a la presente debacle, a una crisis cuyas dimensiones aún no se pueden calibrar y que bien puede calificarse como igual o peor que la Gran Depresión de 1929.

El deterioro de la democracia empieza por su base material cuando fallan los mecanismos que garantizan la satisfacción de las necesidades básicas comunes (empleo, salud, educación, pensiones, vivienda, etc.).

Hoy se impone un mundo de competencia despiadada y cálculo frío en el cual la condición del ciudadano -ese logro fundamental del humanismo- se reemplaza por la del simple consumidor.

El deterioro del valor de la persona como tal es evidente y en su lugar el mercado en su “sabiduría” establece el dogma conocido de “tanto tienes, tanto vales”.

Pero el desgaste de la base material de la democracia se produce al tiempo que se vienen abajo otros elementos claves del sistema y el panorama se transforma sin cesar en todos los ámbitos de la vida cotidiana.

La política llega a su punto más bajo de valoración por parte de la ciudadanía. Es común que se asocie esta actividad con la corrupción, el engaño y la inconsecuencia.

Las promesas electorales se formulan a sabiendas de su incumplimiento posterior y líderes que en su momento despiertan las esperanzas de amplios sectores de la ciudadanía (Obama o Zapatero, por ejemplo) terminan convertidos en simples instrumentos en manos de fuerzas minoritarias pero muy poderosas; esas que realmente deciden.

Si el voto de millones de personas vale menos que el de un banquero, el elector caerá primero en el desaliento o la indiferencia para pasar luego a la indignación, la protesta y la búsqueda de caminos diferentes (no necesariamente los mejores).

Los partidos ya no son los canales idóneos de la participación política; de hecho, han perdido sus señas de identidad ideológica y sus estructuras internas son todo menos democráticas.

Socialistas y socialdemócratas ya ni siquiera abogan por las fórmulas más moderadas del keynesianismo; y los demócrata-cristianos abandonaron hace años el ideal de un capitalismo reformado y de rostro humano. Ambos han claudicado y actúan hoy como los más convencidos neoliberales y proceden en consecuencia.

Los gobiernos y los parlamentos deciden poco o nada; las decisiones importantes las dictan abiertamente minoritarios grupos de banqueros y especuladores, las grandes fortunas, la burguesía parasitaria y decadente y las empresas multinacionales que acumulan riqueza y poder a veces muy por encima de naciones enteras.

No resulta extraño entonces que la ética pública también se deteriore.

El cinismo, la mentira y el juego sucio se ponderan más que el comportamiento consecuente y limpio, por lo común valorado como muestra de debilidad o falta de liderazgo.

Los gobernantes se aseguran la total impunidad por sus actos públicos y el saltar de la política a los negocios y de éstos a la política, es hoy algo frecuente, con lo cual se acaba la distancia que debe existir entre los asuntos públicos y los privados.

Las calles de Francia, Reino Unido, Italia, Grecia, Chequia, España, Portugal y otros lugares de Europa son hoy escenario de gigantescas manifestaciones de descontento, de huelgas generales, movilizaciones populares y abiertos rechazos a las medidas gubernamentales. El malestar ya es inocultable y nadie comprende cómo, precisamente en el momento en que se genera más riqueza que nunca antes en la historia humana, se intente convencer a la ciudadanía de la inevitabilidad de un futuro con más trabajo y menos bienestar.

Resulta todo un sarcasmo que hoy, cuando hay riqueza suficiente para todos (inclusive para la periferia pobre del sistema mundial) se imponga la reducción aún mayor de la parte que corresponde a las clases laboriosas mientras crecen sin medida los beneficios del capital.

Una respuesta más contundente y eficaz por parte de la ciudadanía obedece a la falta de un programa común que de forma a las propuestas y concrete soluciones, aunque se han dado avances en esta dirección.

Por tanto, es comprensible que se proponga detener el proceso de deterioro veloz de lo actual (en todos los ámbitos) y se busque la reivindicación lo perdido.

Lograrlo implica exigir, por ejemplo, ejercer un control riguroso del capital financiero por parte de las autoridades y crear un sólido sistema bancario de carácter público. También implica realizar una profunda reforma del sistema fiscal para que el capital aporte de manera proporcional a sus beneficios y, por ende, pague más impuestos quien más renta perciba, o que se incrementen los salarios y en general el gasto social no solo por razones de justica sino porque es una manera demostrada de aumentar el empleo, el consumo y por ende, la actividad económica.

Desde una perspectiva más global, habría que destacar la exigencia de una Europa diferente en la cual no solo se buscara igualar los niveles de bienestar tomando como punto de referencia los estándares más altos (y no los más bajos, como hasta ahora). Para ello serían necesarios poderes estatales y supranacionales que estén en capacidad de controlar la dinámica patológica del capitalismo (en particular del capital financiero).

(Próxima semana: Europa, en busca del tiempo perdido)

(Fotos: Pixabay)

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