Cuando regresó a Urabá en 1977, Luis Asdrúbal Jiménez Vaca encontró una región próspera pero amedrentada, cuyos habitantes empezaban a resistirse a perder sus tierras y, sobre todo, a ser explotados y silenciados por las empresas nacionales y compañías extranjeras que extendían sus factorías de siembra y exportación de banano, de madera y otros productos agrícolas.
Habían aparecido en el 59 anunciado el paraíso y obligando a los propietarios a vender sus terrenos, de manera que muy pronto la geografía cambió de dueños ante la mirada indiferente de las autoridades y del Ejército, que más bien preferían castigar a quienes se opusieran a la nueva realidad.
Perdidas sus tierras y sus ingresos, los pobladores tuvieron que emplearse allí a cambio de salarios deplorables, escasos beneficios y jornadas de trabajo que alcanzaban las 24 horas.
Sin éxito intentaron organizarse, pues cuando protestaban los despedían, detenían o desaparecían, ya que ser dirigente sindical era considerado un peligro y, por ende, un ‘delito’.
Fue cuando llegó Asdrúbal. Venía desencantado del Derecho penal, que había ejercido en Medellín cuando pensaba que podría defender la verdad, pero las irregularidades del sistema judicial y la corrupción del sistema carcelario le llevaron al derecho laboral, y qué mejor lugar que su tierra para ejercerlo.
Inicialmente no tuvo problemas porque se limitaba a demandar judicialmente las reclamaciones de los trabajadores, y como los sindicatos en la práctica no existían, no había riesgos.
Pero decidieron organizarse y él los asesoró y defendió, llegando a compenetrarse tanto con el tema que integró el Comité Pro-Central Sindical regional, durante el proceso de creación de la Central Unitaria de Trabajadores, CUT.
Y en un territorio declarado ‘zona roja’, donde la oposición era sinónimo de subversión,
Asdrúbal no tardó en convertirse en un elemento ‘incómodo’.
La primera amenaza ocurrió después de que una mañana de diciembre del 81 una patrulla militar irrumpiera en la asamblea de de Sintagro, en Turbo, y detuviera la gente.
A Jiménez Vaca lo retuvieron un par de horas y le pidieron acudir al batallón Voltígeros al cabo de tres días. Cuando se presentó, un militar le advirtió que ellos sabían que el sindicato estaba ‘infiltrado por la Guerrilla’ y que Asdrúbal sabía quiénes eran. La segunda amenaza fue directa. Sucedió un año después en el mismo batallón, siendo apoderado de un grupo de campesinos que se había tomado una finca. Allí el coronel José Joaquín Gamboa le dijo que «esos invasores estaban imponiendo el desorden en la región y que si el Ejército tenía que intervenir llegaría matando”.
Le reprochó asesorar a Sintrauniban y a sus afiliados despedidos, pues «le estaban creando demasiados problemas a la Unión de Bananeros”, al saberse apoyados por Asdrúbal, quien – a juicio del militar – debía conocer los ‘oscuros’ propósitos de los dirigentes.
Por ‘asuntos de orden público’, cualquier reunión sindical debía ser notificada al Batallón Voltígeros y contar con su autorización.
El vínculo del Ejército con los empresarios llegó a ser tan fuerte, que las relaciones laborales estaban cruzadas por la presencia militar antes que por las autoridades del trabajo.
Por eso fue inevitable que interfiriera en la actividad sindical y se desatara una persecución implacable, donde cualquier reclamo podía acarrear captura, despido, desaparición o muerte de los trabajadores.
En 1984, cuando el Gobierno de Belisario Betancur y las guerrillas de las FARC y EPL pactaron la tregua militar y el cese al fuego, los trabajadores tuvieron una oportunidad de organizarse y crecer: Sintagro, por ejemplo, que contaba con 40 trabajadores afiliados, alcanzó 14 mil en poco más de un año, y de ninguna convención colectiva pactada, conquistó más de 200. También vino el auge de los movimientos populares y de oposición, surgiendo la Unión Patriótica, el Frente Popular y A Luchar.
Pero la tregua se rompió, los sindicatos quedaron inmersos en el conflicto armado y se convirtieron en víctimas de la lucha anti-subversiva, y como entre 1984 y 1987 se efectuaron varias negociaciones de convenciones colectivas (en cuya mayoría participó Asdrúbal), muchos sindicalistas fueron asesinados. Urabá fue una de las zonas más afectadas: a septiembre del 86 habían sido asesinados 320 trabajadores vinculados a la actividad bananera, y sólo el 25% de los negociadores continuaba en la zona; los demás estaban muertos o habían huido.
Además en el Magdalena Medio surgían los paramilitares y su modelo era ‘exportado’ a otras regiones, entre ellas Urabá. El terror imponía su ley ante un país escandalizado y un Gobierno que no daba trazas de hacer algo. Pero la violencia se volvió tan insostenible y la presión del movimiento popular tan fuerte, que se crearon comisiones de conciliaciones y de paz para la región, de las que formó parte Asdrúbal, así como lo fue del comité regional del paro cívico nacional del 85.
Ello no hizo más que agudizar las amenazas contra su vida, las cuales denunció ante jueces, policía, Procuraduría, Ministerio de Gobierno y Gobernación de Antioquia. Pero nadie hizo nada.
Por el contrario, la X Brigada intensificó los hostigamientos, instaló retenes en carreteras y vías conducentes a plantaciones bananeras, ordenó censo y reseña de trabajadores y adelantó una campaña de justificación afirmando que en Urabá existían ‘movimientos sindicales con brazo armado’. Los asesinatos y desapariciones ocurrieron diariamente, y las sedes sindicales fueron allanadas y dinamitadas.
Nelson Gravini, activista político recluido en la Cárcel de Bellavista de Medellín, le contó a Asdrúbal que cuando era torturado en la Brigada, había visto sobre las paredes las fotografías de varias personas con avisos de ‘Ejecutados’ y ‘Para ejecutar’.
Asdrúbal estaba entre los segundos.
El mismo Eduardo Umaña le dijo que durante su visita a la región como miembro de la Comisión de Alto Nivel se había enterado en forma extraoficial del propósito de «intensificar las soluciones de fuerza y de eliminar obstáculos como Asdrúbal Jiménez». Una de esas ‘soluciones’ era su familia: en marzo del 86, pobladores de Chigorodó contemplaron a su hermano Eduard subir contra su voluntad a un carro del Ejército; nunca lo volvieron a ver. Seis años después y en el mismo municipio, fue asesinado Edgard, otro de sus hermanos, y en el 98 su primo Jorge Carvajal Jiménez, concejal de la Unión Patriótica en Mutatá, corrió igual suerte en Medellín.
La situación empeoró cuando demandó al municipio de Turbo a nombre del Sindicato de Trabajadores Municipales, y el Juzgado Laboral y el Tribunal Superior de Medellín ordenaron al alcalde, capitán Carlos Alberto Gámez Parra, reintegrar a los despedidos e indemnizarles.
Y como se negó, hubo que embargar las cuentas del municipio. Ese fue su peor ‘delito’, peor incluso que el pertenecer a la dirección política del Frente Popular.
Desde entonces fue presa de hostigamiento y vigilancia, recibía llamadas anunciándole que le iban a matar si no abandonaba Urabá antes de 24 horas.
Le seguían a donde fuera, arrojaban notas bajo su puerta, amenazaron a su familia y repartieron desde Chigorodó hasta Necoclí, panfletos que le calificaban de narcobandolero.
Fue esto último, un día del 87, lo que le llevó a empacar maletas hacia Medellín. Claro, siguió en las negociaciones, aunque en la sombra porque las amenazas persistían.
A su oficina de Medellín lo fueron a buscar varias veces para matarlo y por ello salía únicamente cuando iban por él para llevarle al lugar de las negociaciones.
Aún así, le tendieron una trampa en uno de los hoteles de reunión, pero logró escapar.
Harto y temeroso, vendió su oficina, se ocultó durante seis meses y en noviembre del 87 viajó a Bogotá para abrir otro despacho con unos colegas.
Después de un tiempo, como los hostigamientos persistían, decidió que era el momento de sacar a su familia de Medellín. Cumplido su propósito, y un poco más tranquilo, se dispuso a una breve estadía en la ciudad. Efectuó un par de llamadas y tomó el avión que le llevaría al aeropuerto José María Córdoba de Rionegro.
Estando ahí su acompañante advirtió la presencia de un hombre que parecía observarles y permanecía al lado de una de las cabinas telefónicas. Tendría unos 30 años, moreno, de estatura media, vestía una camisa corriente azul, un morral cruzado sobre su hombro derecho y gafas oscuras.
Pretendía pasar desapercibido sin lograrlo, por eso decidieron que sería menor el riesgo si tomaban un bus hasta la Plazuela Nutibara. Allí escaseaban los taxis, pero abundaban los pasajeros, sin embargo un conductor de unos 55 años, alto y delgado, muy tipo ‘paisa’ esperó a que todos se fueran y se acercó al abogado para ofrecerle sus servicios.
Era lunes 4 de abril de 1988 y el calor de la tarde adormecía los sentidos de los viajeros y por un descuido absurdo que aún hoy no entienden, Asdrúbal y su acompañante se subieron. Llevaban media hora de trayecto, a escasos metros de la urbanización Nueva Villa del Aburrá, cuando el taxi disminuyó su velocidad para sortear una calle.
En ese momento Asdrúbal vio a dos hombres esperándole sobre una moto y se fijó en aquel que empezaba a dispararle: 25 años, corte militar, pelo castaño, pantalón blanco.
Los disparos destrozaron el vidrio de atrás. Asdrúbal sintió una bala rozar su mandíbula y se lanzó sobre el asiento, sorprendiendo a su acompañante que no había advertido lo que estaba ocurriendo.
Otros dos tiros le alcanzaron: uno en la espalda, otro en la ingle. Ante los disparos de un celador, los sicarios huyeron precipitadamente.
Asdrúbal fue conducido a la Clínica del Rosario, donde durante horas se debatió entre la vida y la muerte. Allá fueron a buscarlo los sicarios y fue tal el asedio pese a la fuerte vigilancia, que las directivas del hospital aconsejaron sacarlo, pues los médicos estaban recibiendo amenazas. El entonces Secretario de Salud de Antioquia, Antonio Roldán Betancur (quien siendo Gobernador fuera asesinado con un carro-bomba) le facilitó una avioneta y 30 hombres para escoltarle hasta el aeropuerto Olaya Herrera, de donde partió a Bogotá.
Ahí permaneció en la Clínica Palermo hasta recuperarse y el 19 de mayo de ese año, con ayuda de Amnistía Internacional, tomó el avión que le transportó al Reino Unido, abandonando contra su voluntad, con dolor y rabia, a su familia, su trabajo, su país…, su vida.
Desde entonces transcurrieron casi dos décadas y fueron inocultables y fatales las secuelas que dejó el atentado.
Pero fue un luchador obstinado: trabajó con Amnistía Internacional, integró gubernamentales y no gubernamentales de Europa inmersas en los derechos humanos y la paz para Colombia, y participó en campañas internacionales sobre el tema, como la difundida ‘Urabá- Banano amargo’. Y entre 1991 y 1992 fue asesor en los diálogos de paz entre Gobierno y Coordinadora Guerrillera Simón Bolívar (FARC, ELN y EPL) en Caracas (Venezuela) y Tlaxcala (México).
Cualquiera esperaría que tras lo ocurrido y con la estigmatización que vive el país, él desistiera, pero consideraba que “Colombia requiere y exige una solución política negociada para su conflicto social y armado. Porque la insurgencia tiene voluntad y decisión para llegar a acuerdos que acaben el conflicto armado, un pacto que permita superar las causas que le dieron origen. Quienes consideramos que Colombia necesita paz y justicia social tenemos el derecho y el deber de comprometernos en estas alternativas, diferentes a la sola desmovilización de guerrillas”.
Con ese pensamiento recorrió Europa como invitado en coloquios de la Unesco, en encuentros sobre la paz en Colombia y en conferencias internacionales sobre uso de minas anti-personales; también condecorado por el Gobierno de Italia por «su inquebrantable lucha por la defensa de los derechos humanos y de los trabajadores».
Pero también se ocupó de su propio caso: de su regreso a Colombia y la recuperación de su vida.
El mismo día del atentado, la investigación la asumió el Juzgado 28 de Instrucción Criminal, pero 17 años después nada había ocurrido, y cuando la Organización Internacional del Trabajo preguntó al Gobierno cómo iba el proceso, éste respondió que se buscaban nuevos informes sobre el delito.
Estando en Londres presentó ante el Tribunal Contencioso Administrativo de Antioquia, una demanda de Reparación Directa y Cumplimiento contra el Estado colombiano, buscando el resarcimiento de los perjuicios materiales y morales.
Mas el fallo fue negativo, con el argumento de que debía haber notificado a la Policía todos sus desplazamientos para contar con su protección. El fallo desconoció que los riesgos eran inminentes y públicos, desconoció que él sí había pedido protección a través de colectivos de abogados y Amnistía Internacional y que los medios de comunicación hicieron eco sobre las amenazas.
El fallo fue apelado, y la espera igualmente larga.
Por eso, en 1998 decidió presentar su caso ante el Comité de Derechos Humanos de las Naciones Unidas, contra el Estado colombiano, buscando que se le brindaran las garantías para retornar al país, pero sobre todo “romper la impunidad existente para casi todos los delitos políticos. Porque la investigación no se adelantó, porque el exilio debe ser una circunstancia temporal, porque estoy condenado al destierro y a nadie se le puede condenar a vivir eternamente fuera de su patria”, decía.
El CDH de las Naciones Unidas dictó su fallo el 25 de marzo del 2001: encontró responsable al Estado colombiano, por no adoptar o ser «incapaz de adoptar medidas adecuadas para garantizarle el derecho a la seguridad personal», por no realizar investigación alguna para identificar y sancionar a los responsables, por no garantizarle el derecho a residir nuevamente en su país; por violar el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos.
Por eso el CDH instó al Gobierno a garantizar al abogado su retorno a Colombia, a su vida profesional, social y a una indemnización por los perjuicios padecidos. Pero el Estado Colombiano se negó a cumplir la decisión del Comité y ello motivó una Acción de Tutela ante el Tribunal Superior del Distrito Judicial de Bogotá.
La acción fue revisada por la Corte Constitucional…
Y así entre una y otra instancia legal, nada ocurrió y a Asdrúbal lo sorprendió una agonía no precisamente lenta ni gentil. Falleció de un cáncer descubierto en su etapa final. Falleció en el exilio. En Londres, en una cama de una casa para enfermos terminales, falleció sin saber la respuesta final a su caso.
El fallo llegó tiempo después. El Estado se comprometió a proteger su vida y a compensarle por haberle hecho ir del país. Un fallo inútil, tardío, pensadamente tardío.
(Fotos: Nathan Raia / The Prisma)
NOTA: El presente texto fue incluido en la Antología de “Cronistas Bogotanos”, libro impreso por la Editorial Los Conjurados. La publicación de este artículo es un homenaje a este abogado y defensor de derechos humanos, exiliado en Londres y rconocido por sulucha a favor de los imigrantes. Jimenez falleció de cáncer hace casi 15 años.