Marina se llama así porque nació en el mar, en un barco patrullero italiano rodeada de más de 600 personas que intentaban llegar a Europa, y su madre era uno de esos migrantes.
Luisa María González
El navío Bettica rescató a 654 viajeros en el mar Mediterráneo que se trasladaban en cuatro embarcaciones de muy precarias condiciones, pero llegó a tierra firme con 655, pues pese a las adversas circunstancias del parto, madre e hija lograron sobrevivir.
La mujer forma parte de los miles de personas que se lanzan al mar a una aventura que puede terminar con la muerte -así lo muestran los 10 cadáveres encontrados en la misma operación de rescate-, sin embargo, en su caso todo terminó con un rayo de vida. Esta historia es, de cualquier forma, inusual en el fenómeno migratorio desde África y Medio Oriente hacia Europa, que este año ha experimentado un aumento exponencial y alcanza las 120 mil personas llegadas en solo cinco meses.
Quienes abandonan sus países y ponen sus vidas en las manos de contrabandistas se arriesgan, en primer lugar, a morir sepultados en las aguas mediterráneas, bautizadas como el cementerio de los migrantes.
Así pasarían a convertirse en un número más dentro de una estadística, como los alrededor de dos mil que han fallecido en lo que va de año, o simplemente a la desaparición sin huellas de los que pierden la vida en tragedias desconocidas.
En caso de sobrevivir, la perspectiva tampoco es muy atractiva: permanecer recluidos en hacinados e insalubres centros de acogida y cumplimentar rigurosos procesos legales para solicitar el refugio, o aventurarse al inestable destino de ser un inmigrante ilegal.
Si se solicita el refugio, en el horizonte aparecen meses de espera por una respuesta que casi siempre resulta ser negativa e implica el retorno forzoso al lugar al cual no se quiere regresar.
La cuestión fundamental en este fenómeno no es que los migrantes viajen a Europa «buscando a» sino que van «huyendo de» las guerras, el hambre, la extrema pobreza.
Por eso asumen tantos riesgos con el sueño de convertirse en uno más de esos cientos que hacen una fila interminable en las instituciones de acogida, para someterse a los exámenes médicos de rigor antes de ser admitidos.
Así se les ve a las puertas de un centro en Lampedusa o Sicilia, apretados uno al lado del otro, con la poca ropa que trajeron consigo, casi todos de piel oscura y con ojos cristalinos, como si una lágrima estuviera a punto de saltar.
El masivo arribo de migrantes a Europa disparó las alarmas en el viejo continente ante una tendencia que apunta a crecer.
Tras un naufragio años atrásl en el que murieron 800 personas, la mayor tragedia de los últimos tiempos, el Consejo Europeo decidió fortalecer la vigilancia fronteriza, aumentar su presupuesto, e involucrar en la misión a buques de países miembros del bloque.
Aunque el propósito de esta flota no es rescatar personas sino proteger las fronteras -pese a los muchos reclamos de activistas que pidieron cambiar el objetivo-, los navíos están autorizados a acudir en ayuda de las embarcaciones en peligro. Otra medida para enfrentar el flujo migratorio es desplegar una misión naval para desarticular las mafias de tráfico de personas.
Ambas acciones fueron blanco de numerosas críticas que las consideran incapaces de solucionar la crisis humanitaria vivida por los migrantes, así como medidas de fuerza destinadas a evitar la llegada de foráneos al viejo continente.
Una de las alternativas sugeridas para afrontar el fenómeno es ampliar y viabilizar los canales legales de migración, con lo que menos personas se verían obligadas a optar por peligrosos trayectos irregulares.
Sin embargo, la respuesta a esta opción ha sido, en varios casos, el silencio, en otros las dudas, y en muchos, la negación.
Naciones como Reino Unido y Hungría se declaran abiertamente opuestas a recibir refugiados, una actitud compartida por otras. PL
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