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La pandemia que desnudó al neoliberalismo

El covid-19 desata una crisis de enormes dimensiones que incrementa la que ya venía incubándose desde el año pasado.

 

Juan Diego García

 

La reiteración de las crisis económicas comprobó que el discurso neoliberal resultaba falso en un asunto tan decisivo como este.

La actual pandemia comprueba cómo las políticas neoliberales (que han desmantelado el Estado del Bienestar en el mundo rico y han anulado, casi por completo, las tenues formas de democracia y reforma en la periferia del sistema) se traducen en enormes limitaciones que tienen tantos gobiernos para hacer frente al reto.

El neoliberalismo ha sido un golpe muy duro a  la legitimidad de los gobernantes. La drástica reducción del papel central de Estado como ordenador de la economía y la casi plena libertad del capital para hegemonizar en las relaciones laborales plantean un panorama delicado.

Esto es porque en los sacrificios que deben hacerse y que impone la recuperación tras la pandemia, los trabajadores (el nuevo proletariado y las demás clases laboriosas, incluyendo mediana y pequeña propiedad) asumirán la parte más dura. Por su parte, el gran capital sacará abundantes beneficios, como ya los está cosechando.

La correlación local de fuerzas sociales y políticas matizará esos resultados.

Allí en donde el mundo sindical y de la izquierda tenga cierta solidez lo más probable es que las cargas se distribuyan de manera más equilibrada.

Lo contrario se va a producir allí en donde la derecha política y sobre todo el gran capital ejercen una dura hegemonía.

La pandemia muestra que otro de los fundamentos del discurso neoliberal no es más que un recurso ideológico destinado a legitimar determinados intereses, en este caso, sobre todo del gran capital.

En efecto, la iniciativa privada, tan beneficiada por las políticas neoliberales en detrimento de lo público mediante las privatizaciones de un sector clave como la salud, deja a las mayorías sociales casi indefensas frente a los retos sanitarios que trae consigo el covid-19.

En naciones en donde el sistema público de salud mantiene cierta solidez (aunque muy reducida si se las compara con el modelo clásico de Estado de Bienestar del pasado) la atención a la población afectada funciona relativamente bien.

Pero es un drama profundo en aquellas donde esos servicios públicos están reducidos a lo mínimo. Así ocurre en Estados Unidos, o donde prácticamente no existen tales servicios, como es el caso de Brasil, Colombia o Perú, por ejemplo.

La conclusión es obvia: cuestiones claves como la salud, la educación y los servicios sociales (que incluye el régimen de pensiones) no pueden funcionar con la lógica del beneficio empresarial.

Para que sean efectivos deben atenerse a principios de solidaridad social, ajenos a las consideraciones inmediatas del empresario. Tener una población sana y debidamente formada le sirve a todos, incluso a los capitalistas como clase y no necesariamente a un empresario individual.

La fortaleza del Estado es otro de los factores claves en la gestión de la pandemia. Su ordenamiento moderno y eficaz  permite a los gobernantes llevar a cabo adecuadamente las medidas indispensables.

Pero ser moderno y eficaz supone haber alcanzado unos niveles razonables de participación ciudadana y de democracia en general; tener el grado suficiente de legitimidad que solo nace del beneplácito de las mayorías sociales.

El Estado no solo debe llamar a la responsabilidad ciudadana para confinarse. También debe garantizar la atención sanitaria y el sustento material de la población confinada.

Así ocurre en China, Cuba o Venezuela. En China la inmensa mayoría de la población está conforme con las autoridades que la gobiernan. Ello explicaría que haya respondido masiva y ordenadamente a las indicaciones oficiales sin registrar rechazos tan dramáticos como sucede en Estados Unidos u otros países desarrollados, donde es muy complicado armonizar las decisiones oficiales con los comportamientos de la ciudadanía.

Lo que ocurre en muchos países de América Latina comprueba, categóricamente, el divorcio entre autoridades y mayoría social, y explicaría la masiva desobediencia ciudadana. Chile está incendiado; Colombia no menos.

En el caso de Cuba probaría que ese vínculo fluido entre autoridades y población funciona satisfactoriamente pues la gente cuenta con un sistema de salud pública eficaz y con un racionamiento que cubre sus necesidades básicas, pese a  las enormes limitaciones materiales, fruto sobre todo del inhumano bloqueo estadounidense.

En el caso de Venezuela resulta criminal que Londres haya negado a Nicolas Maduro utilizar el oro venezolano guardado en el banco central en Londres para pagar alimentos y, sobre todo, medicamentos destinados a combatir la pandemia. Además, Caracas había renunciado a gestionar esos fondos y los cedía a la ONU.

Resulta entonces justificado debatir sobre la pertinencia de mantener el modelo neoliberal, de reformarlo o simplemente de descartarlo definitivamente como un engaño más del gran capital, convertido en tragedia para las mayorías sociales del planeta.

La realidad es una mayor y desmedida concentración de la riqueza, una pérdida considerable de legitimidad del orden social capitalista (con el preocupante resurgimiento del fascismo) y cuadros de pobreza y hasta de miseria en los mismos centros metropolitanos; el cuadro en la periferia es aún peor.

La pandemia desnuda esta situación, pone en su sitio, de la forma más dramática, todas las limitaciones y debilidades del sistema.

Pero si las fuerzas sociales del trabajo no consiguen generar una correlación de fuerzas suficiente, el gran capital (nacional e internacional) impondrá  sus soluciones que van desde moderar el conjunto de factores que hacen funcionar el sistema en la actualidad o intensificarlas.

No sería prudente descartar el empeoramiento de las condiciones que tienen que soportar las mayorías. Por ende, no sería descartable proponer y buscar el desmantelamiento del actual orden de cosas y construir otro esencialmente diferente.

(Fotos: Pixabay)

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