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Lucha contra el poder

Lo que objetan los manifestantes de Kill the bill puede no ser un freno a sus libertades sino un límite a sus privilegios.

 

Foto de Steve Eason / Flick.  Creative Commons License.

Darrin Burgess*

 

Las protestas Kill the bill de este mes contra una propuesta que otorgaría a la policía poderes adicionales para frenar las manifestaciones masivas revelan una peculiar contradicción: miles de personas preocupadas por su libertad para resistir al poder; ninguna de ellas levantada en armas por las tácticas de vigilancia masiva utilizadas por el mismo poder para controlar a los manifestantes y a todos los demás.

Al fin y al cabo, hace sólo unas semanas se reveló que los manifestantes son espiados por drones voladores y luego identificados mediante software de reconocimiento facial.

Así las cosas, el Reino Unido tiene más cámaras de vigilancia per cápita que incluso China.

Hay algo particularmente británico en la diferencia de preocupación mostrada por una forma de control transparente que se aplica a todos por igual, frente a otra tácitamente antidemocrática que afecta principalmente al público en general.

En cualquier caso, el control social manifiesto hace tiempo que pasó de moda en Gran Bretaña.

Fueron los victorianos quienes practicaron la pena capital, quienes impusieron la asistencia a la iglesia como forma de mantener a la chusma fuera de los parques de la clase media y quienes segregaron arquitectónicamente los barrios de bajos ingresos.

Foto de Steve Eason / Flickr.  Creative Commons License.

El legado de esos instrumentos permanece hoy, como es lógico. Sigue siendo fácil identificar los meridianos de clase entre los barrios londinenses, simplemente mirando un mapa: donde hay un ferrocarril, casi siempre hay un marcado contraste a ambos lados. Pero el verdadero legado de esa época es el “sistema” de clases, que nunca fue un fraude organizado, como la gente suele imaginar, sino una forma opaca de gobierno en la que se permite a las personas con determinados derechos eludir las normas ordinarias.

Prueba de ello es la sutil influencia que ejercen los asesores jurídicos de la Reina en la legislación nacional (como reveló recientemente The Guardian), así como la que ejercen oscuros intermediarios, llamados secretarios, que determinan qué abogado argumenta qué caso en los tribunales, así como en las notoriamente vagas estipulaciones de la nación para identificar a los propietarios de las empresas.

En un sistema así, las normas son innecesarias, ya que los contratos sociales tácitos entre las partes interesadas garantizan que no sea necesario declarar nada abiertamente.

El privilegio es mucho más fácil de salvaguardar cuando se gestiona de forma privada, después de todo, aunque es mucho más fácil perderlo cuando se expone por lo que es.

Foto de Steve Eason/ Flickr.  Creative Commons License.

Tal fue el caso cuando el asesor principal de Boris Johnson, Dominic Cummings, viajó ilegalmente a una residencia secundaria durante una cuarentena nacional por virus, que él mismo había ayudado a imponer.

El hecho de que se saltara las normas podría no haber sido tan grave. Las normas de un país no son producto de preceptos legales axiomáticos, sino de nociones instintivas sobre lo que está permitido y lo que no, y una cosa que generalmente está permitida en el Reino Unido es encontrar alguna forma de ignorar las normas.

Probablemente fue la franqueza de su sentido del derecho lo que pilló a la gente con la guardia baja: “No hay ninguna norma que cubra la situación en la que me encontré”, dijo, eludiendo deshonestamente la naturaleza no discriminatoria de su propio mandato.

Toda esta situación contrasta con la de Estados Unidos, donde la ley se considera un instrumento de clarificación y control, y donde la sociedad suele simpatizar con los esfuerzos por establecer normas absolutas, por ingenuas o irrealizables que sean. (Una idea, siempre popular, es un impuesto fijo que se aplicaría a todo el mundo, por igual, independientemente de los ingresos).

Junto con esa opinión, existe una expectativa de aplicación inequívoca, que se refleja en unos niveles de violencia policial nunca vistos en el Reino Unido.

Foto de Steve Eason / Flickr.  Creative Commons License.

La famosa policía británica, desarmada, es vista más bien como guardiana de la norma social, según un estudio de la London School of Economics.

La policía existe para atender las quejas sobre el ruido, por ejemplo, aunque también en este caso la aplicación exhaustiva es evidentemente inexistente, por lo que la gente ni siquiera se molesta en llamar a la policía, ya que ha aprendido a no esperar nada de ella, según un informe del Comité de Medio Ambiente del gobierno.

Más que el funcionamiento de la gobernanza, lo que los británicos quizá aprecien realmente es el derecho a salvaguardar la propia exclusividad, por exigua que sea.

Después de todo, una característica de un “sistema” de clases es que un mayor privilegio confiere menos controles, lo que a su vez significa un mayor estatus.

La propuesta que se está llevando a cabo para frenar las manifestaciones se considera una respuesta a los disturbios provocados hace dos años por personas que se agruparon bajo el nombre de Extinction Rebellion.

Estos individuos pertenecen a la clase media educada, en gran medida. Al oponerse a las restricciones a su capacidad de congregarse como les parezca, evocan los derechos universales a la libertad de expresión y de reunión, y tienen razón.

Sin embargo, también es cierto que la ley supondría un paso más hacia la opinión -inequívoca, abierta, transparente- de que la perturbación y los daños a la propiedad causados por estudiantes universitarios en nombre de una causa política no son diferentes de la perturbación y los daños causados por cualquier otra persona en nombre de nada en particular.

Y esa puede ser la verdadera fuente de malestar para quienes se oponen.

*Darrin Burgess: Escritor estadounidense actualmente radicado en París.

(Traducido por Mónica del Pilar Uribe Marín)

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