Globo, Latinoamerica, Reino Unido

Vivir en un país violento

Una sociedad movida por el miedo es una sociedad debilitada, frágil, incapaz de razonar. En Ecuador tragamos todos los días grandes dosis de miedo.

 

Aminta Buenaño Rugel

  

Los medios de comunicación y las redes sociales nos proporcionan diariamente y en alta dosis imágenes de violencia, crímenes y sicariatos con fondo musical de suspenso o en primerísima primera plana.

Es como si no existieran nunca noticias buenas. Solo malas. País de los hombres malos, país del crimen y la extorsión. Esa realidad que nos muestran nos infunde miedo Con el miedo te meten consultas innecesarias, te suben el IVA, te quitan beneficios colectivos, atentan contra los derechos de los trabajadores, adormecen las explosiones sociales, todo en nombre de la lucha contra la violencia para erradicar el crimen. Pero este es un negocio sumamente rentable.

Por esto muchos ecuatorianos desesperados, acorralados por el miedo, sintiéndose víctimas de un estado cada vez más inexistente, que no protege la vida de sus ciudadanos, que los deja en la indefensión absoluta ante la delincuencia, proclaman y hasta exigen la ley del Talión, del ojo por ojo y diente por diente, y cierran filas en contra de los organismos de derechos humanos que reconocen los derechos inalienables de todos, incluyendo los de quienes han delinquido.

Desde que se radicalizó la violencia en Ecuador, la gente no sale por las noches, se enjaula en sus casas como aves aterradas, los barrios se cierran y los emprendimientos nocturnos disminuyen ostensiblemente. La violencia nos tiene acorralados.

Los inversores externos tan valorados por los presidentes neoliberales se niegan a venir y con toda razón.

Los jóvenes ecuatorianos emigran buscando un nuevo destino a otros países. En los gobiernos de Moreno y Lasso el país quedó en manos de la delincuencia organizada a vista y paciencia de autoridades que no hicieron nada porque dentro del gobierno y en las mismas filas de la policía habían sido infiltrados. Nunca pensé vivir en un país violento. Un país acechado por la crisis, las bandas delincuenciales, el crimen organizado y la mafia internacional.

Cada vez que leía sobre los carteles de México, sobre la violencia en la vecina Colombia me daba escalofríos.

Ecuador hasta hace pocos años, un poco más de un lustro, era considerado una isla de paz, entre dos grandes productores de droga, Colombia y Perú. De Ecuador se hablaba para bien, era visto como un ejemplo de desarrollo.

Este país chiquito de pronto se convirtió en la puerta, cocina y el pasillo de la droga.

Una moneda fuerte como el dólar y la debilidad de las instituciones estatales atacadas por gobiernos neoliberales que proclamaban a grandes voces que había que “achicar el estado obeso” significó que se rebajara a la mitad el presupuesto asignado a las cárceles.

Y signifió que se echaran a cientos de guías penitenciarios que controlaban a los presos, que la policía, sin chalecos antibalas, mendigara recursos y viviera casi de la caridad pública. Ello implica que también se eliminaran ministerios tan importantes como el de Justicia encargado del sistema de rehabilitación social, el ministerio del interior y los servicios de inteligencia; que los hospitales carecieran de medicinas y presupuesto y que se abandonara a las escuelas y toda obra civil que contribuyera al bienestar social.

Los gobiernos neoliberales de Moreno y Lasso no hicieron ninguna obra pública, pero, ahogaron con impuestos, alza de combustibles y empréstitos internacionales al ciudadano común, ya golpeados por la pobreza y el desempleo en el post covid. Creció sustancialmente la pobreza. Sonaron escándalos públicos como Ina Papers, la corrupción en los hospitales públicos en la pandemia, la denuncia de la Embajada de Estados Unidos de que en la policía ecuatoriana había narco generales, el caso Pandora Papers, León de Troya, caso Danubio y un largo etcétera, que la prensa y una fiscalía politizada, acalló.

Los ecuatorianos tenemos nostalgias de un país que nos han robado.

Hasta hace pocos años nuestro país no se desangraba como hoy lo está haciendo. No se sumergía en los ríos de sangre que hoy nos ahogan.

Hasta hace muy poco podía caminar por mi barrio y subir y bajar las colinas en un ejercicio que me reanimaba espiritualmente y compartir un “buenos días” o un “buenas tardes” con otros. Y si hace pocos años fuimos el segundo de los países más seguros de Latinoamérica, ahora nos peleamos por los primeros puestos en la lista mundial de los más violentos. Hoy vivimos enrejados como pájaros en una jaula

Con una policía infiltrada hasta el tuétano, con jueces y poderes públicos puestos a la disposición del crimen organizado, con funcionarios honestos de la justicia asesinados por la mafia, estamos despojados de uno de nuestros más elementales derechos ciudadanos a una vida en paz, sin miedo, libre de violencia y de maltrato, rodeados de un hábitat seguro y saludable.

Quizás lo triste es contemplar que es un país no solo de grandes desigualdades, sino de grandes insolidaridades.

En donde algunos viven en burbujas doradas a espaldas de la realidad de pobreza y exclusión de la mayoría.

Un país en que algunos creen que solo ellos tienen derecho a crecer y a prosperar, que la vida del otro no importa. Que si eres pobre no es por falta de oportunidades; sino porque te da la gana, porque eres vago. Que si eres rico, no importa el cómo ni de qué manera, te lo mereces todo.

Un país de grandes incoherencias pues mientras la primera autoridad del país pide elevar con tres puntos los impuestos en una economía dolarizada y paupérrima; el grupo empresarial Noboa al que pertenece el presidente de la república debe al Estado más de 89 millones de dólares. Un país que se llama cristiano pero niega los más elementales derechos a los más pobres. Un país jodido, quizá, pero no todo está perdido. PL

(Fotos: Pixabay)

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