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Crisis institucionales

No hay institución en Colombia que no se encuentre en una profunda crisis.  La corrupción, el nepotismo y los vínculos públicos y conocidos con las mafias del narcotráfico afectan a no pocos políticos del sistema y a funcionarios públicos en todas las esferas.

 

Juan Diego García

 

No por azar en las encuestas la opinión pública manifiesta su profunda desconfianza en esas instituciones y las hace responsables de la dura situación que padecen las mayorías y de las no menos profundas desigualdades sociales que también se manifiestan en todas las esferas de la vida cotidiana.

Males universales, sin duda, pero la intensidad es aquí tan alta y la impunidad general es tan notoria que la gente no puede menos que alimentar sentimientos de desconfianza en el presente y sobre todo de poca o ninguna confianza  en el futuro.

Poco entonces, o nada de que enorgullecerse,  en contraste con la imagen casi idílica que  de Colombia se ofrece en los medios locales e internacionales de comunicación y por las mismas autoridades que no cesan de ponderar la suya como una democracia ejemplar.

Pero hay una institución que hasta hace poco parecía exenta de toda crítica y obtenía muy positiva valoración en las encuestas de opinión: las fuerzas armadas y de policía.

Hoy, sin embargo, los cuarteles aparecen vinculados a todas y cada una de las prácticas delictivas de las que se acusa al resto de las instituciones, agregando ahora el actual escándalo por violaciones de uniformados a niñas de minorías indígenas.

Actuar por fuera de la ley y cometer delitos de lesa humanidad (masacres, ejecuciones extrajudiciales, etc.) ya no es algo de que solo se acuse a los reales responsables y usufructuarios de la violencia criminal del paramilitarismo (grandes terratenientes, empresas transnacionales de la minería, políticos a todos los niveles y otros semejantes).

No lo es porque con los llamados “falsos positivos” (asesinar civiles inocentes para hacerlos pasar por guerrilleros dados de baja y cobrar premios oficiales) militares y policías han quedado en evidencia y se ha empezado a deteriorar la imagen creada por el marketing oficial que presenta a los militares y policías como “héroes de la patria”.

Queda complicado calificar así a quien asesina cobardemente a gentes indefensas, sobre todo de los estratos más pobres de la población.

Y los “falsos positivos” no son diez ni veinte; ya son miles, confirmando la acusación tradicional de los movimientos sociales, de las organizaciones de derechos humanos y de los políticos de izquierda que desde hace décadas denuncian que los uniformados proceden violando derechos constitucionales y utilizando la tortura y otras prácticas irregulares, sin excluir la  ejecución extrajudicial, o en palabras más directas, el asesinato.

La complicidad de muchos o de algunos uniformados con el paramilitarismo es otra de las máculas de esta institución. La corrupción ha llegado también a los cuarteles.

No son pocos los casos denunciados que implican sobre todo a mandos medios y altos, encargados de gestionar los inmensos recursos que el Estado asigna a la represión.

El robo descarado se ha conocido por sonados casos recientes, como la compra irregular de repuestos (de segunda mano) para helicópteros beneficiando a un grupo de oficiales.

¿Cómo impactará algo así en la moral de quienes tienen que ir al campo de batalla en esas naves? ¿Qué pensarán quienes exponen su vida mientras otros se enriquecen a su costa?

Hace poco se supo de otros oficiales que vendían armas a la delincuencia común (paramilitares incluidos) y de un general al que se acusa de facilitar armas y avituallamientos a la misma guerrilla. Y no por identificación ideológica con los insurgentes sino por puros motivos de beneficio personal.

Otro de los escándalos en curso tiene que ver con las labores de espionaje que desde los cuarteles se ha hecho a políticos de la oposición, periodistas, dirigentes sindicales, activistas sociales y organizaciones de derechos humanos.

Hasta el momento no se sabe a ciencia cierta quién ordenó esos espionajes ilegales y con qué finalidades. Y dada la tradición nacional, pocos creen que algún día se conocerá la autoría y las finalidades siniestras de tales prácticas. No es tampoco la primera vez que desde las instituciones públicas se hace este tipo de espionaje. Pero antes era obra de los llamados “organismos de la seguridad” y no de los militares, como ahora. Oficialmente los militares y los policías no pueden participar en política.

Sin embargo, parte de la crisis institucional está produciendo que varios generales se permitan opinar abiertamente sobre la política nacional violando ese principio de neutralidad que con tanto empeño destacan las autoridades. Pero no es más que una formalidad.

Los militares tienen sus formas sutiles de hacer saber al gobierno qué les gusta y qué no; y el gobierno lo sabe y actúa en consecuencia. Y cuando las cosas no gustan al mando militar éste no tienen empacho en pasar  a la acción directa dando de hecho un golpe militar.

Solo hay que recordar cómo desalojaron del poder a Belisario Betancur cuando una guerrilla (M-19) tomó el Palacio de Justicia.

Los militares “resolvieron” el problema en tres días mediante una masacre (que incluyó a buena parte de la cúpula del poder Judicial), tras lo cual “devolvieron” el poder a un presidente que se proclamó reformista y defraudó a propios y extraños.

El actual escándalo por las violaciones de niñas indígenas (hay ya más de cien soldados y oficiales encausados) no hace más que confirmar la honda descomposición del país y dar la razón de nuevo a las comunidades rurales, a los activistas sociales y defensores de derechos humanos  que desde hace muchos años vienen denunciando cómo la violación de mujeres y niñas forma parte de la actuación de las fuerzas armadas.

Eso al menos confirman ahora las estadísticas de entidades respetables que informan cómo este tipo de violencia se practica sobre todo por parte del paramilitarismo, pero en no poco porcentaje por militares y policías (y también al parecer por los insurgentes, aunque hay que decir que en un porcentaje muy pequeño).

Un asunto de gran actualidad, la presencia de cientos de oficiales estadounidenses que acaban de desembarcar en el país supuestamente para combatir el narcotráfico, constituye la guinda del pastel.

Un pastel muy amargo para los uniformados que creen sinceramente que están defendiendo a la patria, que encarnan los intereses de toda la comunidad nacional, que son el primer garante de su soberanía y deben sin embargo someterse al “consejo” de estos mercenarios, a la “asesoría” interesada de gentes extrañas (también europeos e israelíes) que defienden sus propios intereses y desconocen la misma legalidad.

A propósito de las violaciones, son conocidos los casos de soldados y oficiales estadounidenses que han cometido estos abusos en el país pero evaden la ley porque el acuerdo con Estados Unidos les exime de toda responsabilidad. Son impunes.

Los violadores son trasladados a EE.UU, sometidos a “exhaustivas investigaciones” y declarados “inocentes” y en el mejor de los casos, ubicados en los cuarteles para que «purguen la condena”.

(Photos: Pixabay)

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