Las reformas del llamado “desarrollismo” que han permitido a las sociedades básicamente rurales de América Latina y el Caribe acceder parcialmente a la modernidad se centraron en el impulso de una industrialización limitada superando la barrera tradicional que las reducía a ser simples productores de materias primas agrícolas y mineras.
Juan Diego García
Brasil, Argentina y México, por ejemplo, consolidaron un tejido de producción local de bienes de consumo de cierta importancia.
Este proceso “desarrollista” se produjo como resultado de cambios revolucionarios en estos países que permitieron desalojar del gobierno a los grupos tradicionales de terratenientes y mineros, unos y otros ligados por estrechos lazos a empresas multinacionales del capitalismo desarrollado. La United Fruit Company (la “mamita iunai”) es en Centroamérica y Sudamérica una de aquellas empresas emblemáticas que materializaban las formas y medidas de la llamada “dependencia”.
Pero, salvo en México (debido a su revolución), en ninguna parte de llevó a cabo una reforma agraria radical que generase un mercado interno de importancia.
El poder de mineros y terratenientes siguió incólume hasta hoy y en la esfera política y social, antes que una revolución democrática se ha producido una alianza bastante estable entre éstos y la burguesía industrial que despunta con el “desarrollismo”.
No extraña entonces que en la ola neoliberal de las recientes décadas la clase dominante de estos países haya apostado de manera tan decisiva por un regreso a la fórmula tradicional del modelo, de un libre cambio sin límites y de centrar la economía en la exportación a las metrópolis de materias primas agrícolas y mineras.
Lo anterior sin olvidar que además desde hace algunos años también se habla de exportación de mano de obra, en algunos casos bastante cualificada, regalando así a los países ricos un recurso indispensable para un proyecto de desarrollo propio.
A la limitación que supuso la renuncia a la reforma agraria, y los límites tan estrechos de su sistema político y un mercado interno sin dinamismo, se debe agregar que en lugar de impulsar el desarrollo de un sector propio de bienes de producción (industria básica), estos países se limitaron a importar ya no los productos terminados (bienes de consumo inmediato) como había sido tradicional (una dependencia casi colonial), sino los equipos necesarios para su fabricación local.
Esto dio lugar a su dependencia del mercado mundial capitalista y a una nueva y más compleja relación. Pero todo al precio de impulsar una urbanización que ha sido espontánea en sumo grado, y caótica y dramática, en extremo.
Las corrientes neoliberales de las décadas recientes han significado un retorno (en otras condiciones) al sistema de la dependencia clásica.
Tal proceso, en el marco nefasto del moderno librecambio, ha traído consigo un retroceso enorme de la industria local y el énfasis mayor en las exportaciones mineras y agrícolas que tienen como finalidad alimentar los mercados centrales del sistema mundial y en modo alguno las necesidades de un mercado interno.
La ruina de estos productores nacionales del campo y la ciudad contrasta con el fortalecimiento de sectores burgueses dedicados a explotar los beneficios del llamado “extractivismo”, que en el fondo repite y profundiza aquellas relaciones casi coloniales de antaño.
Si con el modelo “desarrollista” la llamada burguesía industrial o nacional consiguió traer a estos países (en unos más, en otros menos) cierto grado de modernidad económica y democracia política y social (el proceso de urbanización), con el neoliberalismo y el librecambios actuales todos esos avances se han echado a perder o se han visto reducidos de manera extrema.
Chile, el ejemplo más utilizado por los apologistas del modelo neoliberal (incluyendo la dictadura militar como un complemento indispensable) ha entrado en una crisis profunda de desenlace incierto. Y sucede lo mismo prácticamente en el resto del continente. En este contexto no faltan quienes proponen una vuelta actualizada al desarrollismo, o al menos a medidas que disminuyan los impactos más negativos del modelo neoliberal.
Tal objetivo se conseguiría con un proteccionismo moderado que defienda la producción nacional, y con un sistema de redistribución de la riqueza.
Porque estos países crecen pero incrementando las desigualdades, concentrando más la riqueza; es decir, hay crecimiento pero no desarrollo y mantienen (realmente profundizan) las formas clásicas de la dependencia como se registra ahora en la atmósfera incierta de una crisis mundial profunda que ya descarga los costos de la misma, sobre todo en los países de la periferia del sistema mundo.
Si la clase dominante local se muestra incapaz de ofrecer a sus pueblos otra alternativa que el “extractivismo” y las formas modernas del librecambio (siguen predicando que es el mejor camino hacia el progreso) habrá que buscar el sujeto social de la necesaria transformación en otros ámbitos.
Las inmensas movilizaciones populares del momento presente en todo el continente (con sus enormes potenciales pero también con sus evidentes debilidades) indicarían que en los sectores asalariados del campo y la ciudad (el “proletariado moderno”) se encuentra dicho sujeto del cambio indispensable para acceder a la modernidad en todos sus sentidos.
Como no hay ejemplos inspiradores, queda tan solo la enorme creatividad de sus gentes (y sobre todo de sus intelectuales) para diseñar el programa que asegure (entre las más urgentes) medidas como la soberanía alimentaria, el impulso de la industria de bienes de producción, la reforma agraria integral, una recuperación del rol del Estado en la economía para garantizar el control público de importantes áreas de la producción y la distribución, y una revisión profunda de las relaciones con el mercado mundial (que incluya la necesaria integración regional).
Si la clase dominante tradicional ha sido incapaz de instalar estas sociedades en la modernidad y, por el contrario, consigue enormes beneficios con la forma actual del orden social y con los vínculos existentes con el mercado mundial, otros deben ser los agentes que lleven a cabo la revolución necesaria.
Seguramente esto ocurrirá con grandes sacrificios y afectará a la clase dominante tradicional y a sus sectores afines. Ello sin olvidar que generar nuevas relaciones con el mercado mundial va producirse con problemas. Sin embargo, el modelo actual ya supone pobreza, atraso y limitaciones muy importantes en el ejercicio de la soberanía nacional, de forma que cualquier sacrificio que sea necesario vale la pena.
Ya no es hora de confiar en los sectores modernizantes de la clase que ha dominado siempre (la llamada “burguesía nacional”); a vanguardia del cambio social se encuentra en el movimiento social contestatario.