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Elecciones a la vista: buscando un líder

Además de la necesaria búsqueda de dirigente que movilice a la opinión pública a un apoyo masivo en las urnas, urgen reformas necesarias y posibles en un país que se está hundiendo en la violencia, la corrupción, la pobreza y la intolerancia.

 

Desplazamiento interno de indígenas en Colombia. Foto United Nations / Flickr. Licencia Creative Commons

Juan Diego García

 

 Aunque las elecciones presidenciales en Colombia tendrán lugar dentro de dos años la competencia política entre partidos y organizaciones sociales ya ha comenzado, buscando posibles candidaturas y avanzando en lo que serían los programas de gobierno.

La extrema derecha busca candidato aunque no parece que tenga aún la persona indicada.

Su programa consiste en mantener el actual modelo económico (vigente desde hace más de tres décadas), rehacer las relaciones con Estados Unidos (algo debilitadas luego de la torpe apuesta por la candidatura de Trump) y, si le es posible, ampliar la guerra sucia en lo interno eliminando totalmente el Acuerdo de Paz con la guerrilla que el expresidente Juan Manuel Santos firmó en nombre del Estado.

Se mantendría, además, a Colombia como instrumento de la estrategia de Washington en el continente (que no cambiará en lo fundamental con Biden). Acá entonces se prestaría aún más a la agresión a Venezuela y a ser un contrapeso menor al eje nacionalista de Argentina-México que se amplía con Bolivia y con el probable triunfo de la izquierda en Ecuador.

Esta derecha extrema (ahora en el gobierno) cuenta con el respaldo de la gran burguesía del país y con el apoyo electoral y social de una parte importante de sectores medios y populares.

Sin embargo, los actuales escándalos que vinculan a su líder Álvaro Uribe Vélez por graves delitos de todo tipo (en particular los  asesinatos por parte del ejército de más de seis mil inocentes presentados como guerrilleros dados de baja) quizás le restarán algunos apoyos que pueden contribuir al triunfo electoral del centro y la izquierda en 2022.

Colombia Desplazados internos en zonas urbanas. Foto UNHCR – Acnur Americas / Flickr. Licencia Creative Commons.

Parece que el control de Uribe sobre la justicia no es absoluto, así que no deben descartarse sorpresas. Uribe podría volver a la cárcel y ser condenado.

En cuanto al llamado ‘centro’ político es en realidad una tendencia liberal que aunque comparte en lo fundamental el modelo económico neoliberal vigente acepta como necesarios algunos cambios, sobre todo para hacer frente al duro panorama de desigualdades de todo tipo que se incrementan con la pandemia y ante la honda descomposición del país.

Su figura decisiva sería el expresidente Juan Manuel Santos.

Esta tendencia es consciente de la necesidad de terminar la corrupción que afecta a todas las instituciones (incluidos los cuarteles que aparecen vinculados a múltiples formas de guerra sucia y en la corrupción.) Esa tendencia se declara dispuesta a llevar a cabo el Acuerdo de Paz de La Habana (algo que contribuiría a la desmovilización de las guerrillas que aún persisten en el país, al parecer dispuestas a dejar las armas si el Estado cumple lo pactado).

La izquierda (que oscila entre grupos tradicionales de tendencia marxista y socialdemócratas más o menos radicales) coincide en muchos aspectos con el centro y presentaría como candidato a Gustavo Petro, quien ya obtuvo ocho millones de votos en las elecciones anteriores.

Esta coincidencia en el diagnóstico y en las reformas necesarias haría factible el acuerdo centro-izquierda que falló antes e hizo posible la victoria  del actual mandatario, Ivan Duque, a la sombra de su mentor, Uribe Vélez que es quien realmente manda.

Sin excluir la aplicación de otras reformas igualmente necesarias, si se consideraran tan solo los puntos centrales del Acuerdo de Paz, se puede constatar cómo su aplicación redundaría en una real democratización y en la modernización del orden social colombiano.

Colombia luchando por paz. Foto de Leon Hernandez / Flickr. Liencia Creative Commons.

En efecto, cambiaría el campo, nacería otro sistema político-electoral, moderno y, sobre todo democrático, y el país podría realizar una catarsis colectiva para superar una violencia que le ha acompañado siempre, desde su nacimiento como nación independiente.

No solo se trataría de devolver a los millones de campesinos las tierras expropiadas por el latifundio y la violencia sino de impulsar al mismo tiempo la soberanía alimentaria.

No tiene justificación alguna que las mejores tierras se dediquen hoy a la ganadería extensiva mientras Colombia importa alimentos que se pueden producir en el país. La reforma agraria implicaría entonces obligar a la gran propiedad tradicional a modernizarse y a orientarse sobre todo al mercado interno de alimentos y materias primas.

Las medidas proteccionistas resultan indispensables. Son más o menos las mismas que utilizan las naciones metropolitanas para defender su propia producción.

En la reforma rural sería decisiva una política nueva en relación a la producción de psicotrópicos. Poner fin a la llamada “guerra contra las drogas” dejaría sin empleo a muchas miles de familia pero los programas de reforma agraria permitirían ofrecer soluciones viables.

Terminar con esa pesadilla también disminuiría notoriamente el gasto militar desmesurado que tiene actualmente el país, haría innecesaria la presencia de tropas extranjeras y dejaría en manos del gobierno recursos económicos nada desdeñables precisamente para hacer realidad la modernización del campo colombiano.

Terminar el negocio del narcotráfico es la mejor solución para eliminarlo.

Foto: Pixabay

Poner fin a las formas atrasadas de tenencia de la tierra (latifundio) debilitaría a la clase terrateniente que es precisamente la más violenta y más ligada a las formas de delincuencia que hacen imposible la paz en los campos.

La pactada reforma política, en términos de modernizar y sobre todo de democratizar el sistema electoral pondría punto final al poder omnímodo de esas castas rurales y provincianas que en casi nada contribuyen a la economía nacional pero si son una carga insoportable en cualquier proyecto  nacional serio.

La Jurisdicción Especial para la Paz (JEP)- tal vez el único punto destacable del Acuerdo con las FARC-EP que ha conseguido funcionar a pesar de todo el sabotaje de la derecha- muestra los valiosos aportes de ese ejercicio de catarsis colectiva que se produce cuando los guerrilleros reconocen públicamente los excesos cometidos durante el más de medio siglo de conflicto, una catarsis que sería mucho mayor y más efectiva si por parte de militares y policías ese reconocimiento público de los delitos cometidos no se limitara a muy pocos oficiales y se centrara en la tropa de base.

Lo ideal sería, por supuesto que en el banquillo de los acusados aparecieran no solo los ejecutores sino los inspiradores políticos y beneficiarios económicos de esa violencia que ha enfrentado a soldado y guerrillero, en tantos casos, campesino pobre contra campesino pobre. Los ricos no van a la guerra.

 

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