En Foco, Notas desde el borde, Opinión

¡Intelectuales decepcionados de la nueva era isabelina!

Hace poco, una editorial me rechazó otra propuesta de libro. Es el último de una larga lista. Aun así, me dejó un sabor de amarga decepción en la boca.

 

Steve Latham

 

 Creo que he de concluir que, o bien mi trabajo no es lo suficientemente bueno, o bien (quizás siendo más benévolo conmigo mismo) no es comercializable, que no atraerá al público.

Aunque esto último me haga sentir un poco vanguardista, un poco por encima de la plebe, no satisface mi deseo de autovalidación mediante la publicación.

Lo mismo ocurre con los artículos, la mayoría de ellos rechazados. De nuevo, podría refugiarme en la respuesta de que soy demasiado bueno para ellos.

Pero esto suena a cuento hoy en día. La grandiosa confianza de la juventud, y de los primeros años de la edad adulta, cuando despotricaba sobre cualquier tema, ha sido sustituida por el triste abatimiento de la edad, y su concomitante realismo.

Naturalmente, sigo agradecido por la generosidad de la directora de The Prisma, que hace tiempo me invitó a colaborar con un artículo de opinión en el periódico.

Fue una invitación bastante personal, de la que a menudo estoy tentado a pensar que debe arrepentirse, en la que me dijo “escribe lo que quieras”, una oferta bastante peligrosa.

Creo que parte de la causa de mis fracasos como autor, además de mi evidente falta de talento, radica en mis orígenes de clase, y en la particular coyuntura histórica en la que nací.

Este período fue a la vez una gran ventaja y una desventaja, debido a la gran expansión de las oportunidades educativas durante esta Nueva Era Isabelina de posguerra.

A los once años me presenté al temido examen Eleven-Plus y lo aprobé. Esto me permitió escapar del acoso y el aburrimiento del entorno de la clase trabajadora en el que había nacido.

Así pude ir a la Grammar School (Escuela de gramática), que, aunque ahora detesto su modelo filosófico-político de educación selectiva, me permitió a mí y a otros niños ampliar nuestros horizontes.

Aunque se burlaron de mi acento marcado de Lancashire, allí y posteriormente en la Universidad, mi mente se despertó a todo tipo de ideas y posibilidades.

Recuerdo haber paseado, un poco engreído, con mi amigo, por lo que se llamaba pretenciosamente, imitando a las antiguas universidades, el cuadrilátero, discutiendo sobre filosofía.

Recuerdo que me llamó “vitalista”: No sabía lo que significaba, pero me gustó tanto que lo recuerdo.

La universidad también me estropeó la vida ordinaria, ahora insatisfecho con la monotonía: buscando constantemente nuevos conceptos, llenando mi cabeza de nociones inútiles.

Hay una cosa que se puede decir de los sistemas educativos de antaño, que se limitaban a formar a las clases populares para sus funciones de “cortadores de madera y sacadores de agua”.

Esto es que se hicieron felices con su suerte en la vida. De lo contrario, estarían, como yo, siempre descontentos, queriendo más.

Así se creó una generación de académicos chapuceros: enseñados a tratar con abstracciones, pero sin salida.

Algunos consiguieron utilizar sus talentos. Pero mi problema es que mi alcance superaba mi habilidad, mi ambición era mayor que mi capacidad.

(Traducido por Claudia Lillo – Email: lillo@usal.es) – Fotos: Pixabay

Share it / Compartir:

Leave a Comment

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

*