Para los apologistas del capitalismo es usual entender el fascismo como un orden social completamente extraño al sistema, como un suceso desafortunado que apareció como resultado de la profunda crisis de la democracia burguesa.
Juan Diego García
Pero el fascismo es tan solo una forma más del orden capitalista, una fórmula a la cual la burguesía echa mano cuando su sistema se precipita en una crisis profunda que pone en riesgo su propia supervivencia.
Quienes tienen el poder real deciden si en determinadas coyunturas es más conveniente mantener el orden democrático burgués o por el contrario es indispensable ejercer la más dura dictadura posible.
Hitler, Mussolini o Franco no llegan al gobierno porque hayan tenido un respaldo masivo de la población sino porque en ciertas situaciones críticas fueron la única solución para la burguesía de sus respectivos países.
Hitler solo tenía poco más del 30% de los votos pero ante la profunda división de la izquierda alemana y de los sectores liberales democráticos el poder real (la banca, la gran industria, etc.) se decantó por el nazismo. También fue un hecho el triunfo del fascismo en otros países y el que esa fórmula tenía apoyos importantes en las democracias que luego conformarían el frente de los aliados en la Segunda Guerra Mundial.
En el Reino Unido, por ejemplo el sucesor al trono real era abierto partidario del nazismo y en los Estados Unidos las huestes del KKK que funcionaban sin ninguna limitación no eran la única fuerza del fascismo.
El propio Henry Ford, símbolo del capitalismo moderno visitó a Hitler y escribió dos libros de apología a su sistema de gobierno. Y fueron varios los empresarios del mundo “democrático” que veían al régimen nazi como una alternativa muy útil para combatir el comunismo.
La tardanza en apoyar a la URSS -enfrentada a los nazis- se ha interpretado siempre como un cálculo de las potencias de Occidente que esperaban la derrota de Stalin para luego llegar a acuerdos con Hitler y conseguir una nueva repartición del planeta. Todos eran capitalistas y la Primera y Segunda Guerra se desataron por la pugna entre potencias capitalistas por repartirse el mundo.
Los más pesimistas se preguntan si el mundo caerá en una profunda crisis y de nuevo el fascismo será la fórmula salvadora del gran capital.
En Estados Unidos el movimiento de Trump no es un asunto menor; tampoco lo es el avance de la ultraderecha en Europa y menos aún la actuación abiertamente golpista de la derecha criolla en Latinoamérica y el Caribe.
Por el momento, en los centros de pensamiento del orden burgués predomina la opinión de que pese a cierto desajuste económico las cosas no desembocarán en esa catástrofe que algunos pronostican. Si es así, el fascismo que hoy renace en el mundo entero tendría que esperar a una mejor ocasión. Pero siempre les queda la esperanza de los cambios bruscos, de situaciones inesperadas y de acontecimientos no previstos que permitirían nuevamente el ascenso del fascismo al gobierno. Una nueva guerra mundial podría ser esa esperada oportunidad.
El fascismo de hoy tiene muchas características similares al tradicional. En sus filas no aparece directamente la gran burguesía sino ciertos estamentos de pequeños y medianos propietarios, grupos de marginales y lumpen, y algunos sectores de asalariados muy afectados por la crisis económica.
También están ciertos funcionarios y empleados del comercio y los servicios y, como en Alemania en aquel entonces, el eterno “tendero del barrio” que odia al proletariado y se siente realizado con su uniforme paramilitar, su arma y su poder de abusar del más débil.
La ideología del nuevo fascismo sigue siendo la misma en lo fundamental aunque cambien ciertos elementos. Ayer las “razas inferiores” a exterminar eran los judíos, los gitanos, las minorías étnicas o los minusválidos, los comunistas, socialistas, pensadores liberales, artistas e intelectuales críticos.
Hoy el objetivo es el inmigrante (sobre todo si no es “blanco”), el demócrata, el sindicalista, el pensador no convencional y todos los que participan en movimientos que, según ellos, afectan la civilización cristiana y occidental: es decir, los que defienden los derechos de la mujer, de las minorías, las opciones diversas de género, ecologistas, y todo aquel que en su opinión es un riesgo porque fomenta el pensamiento crítico.
El nuevo fascismo –fiel a su naturaleza- apoya el actual orden económico neoliberal. No cuestionan el capitalismo en nada importante; solo propone cambios menores, medidas de corte demagógico y diversas formas del llamado populismo que suenan bien en los oídos de mucha gente afectada por la crisis económica y por el profundo desprestigio de las instituciones tradicionales.
Son demagógicas promesas de cambio que el fascismo olvida una vez llega al gobierno.
Los golpes de Estado en la actualidad se han convertido en una de las formas del nuevo fascismo, aunque sin mayor éxito, hasta ahora. Ejemplo de ello, el asalto a los parlamentos de Estados Unidos y Brasil, han fracasado; un ataque similar a las instituciones alemanas (también sin éxito), el desmonte de ciertas instituciones tradicionales que consagran derechos de la ciudadanía (en Polonia o Hungría, por ejemplo), el golpe de la derecha y las fuerzas abiertamente nazis en Ucrania al gobierno pro-ruso, que resultó exitoso de momento pero ha desembocado en el actual conflicto bélico (de impredecibles consecuencias).
Se podría pensar que por ahora el nuevo fascismo ha calculado mal.
Sin embargo, y a pesar de sus fracasos relativos, la extrema derecha ha demostrado que cuenta con apoyos importantes en ciertas instituciones (militares, policías, cuerpos de seguridad y sectores del funcionariado y sectores del gran capital).
Son apoyos importantes, pero aún insuficientes. Además son muchos los grandes empresarios que les alientan y financian.
Y existe la tolerancia calculada de muchos medios masivos de comunicación que aunque no les apoyan abiertamente tampoco les combaten ni les señalan como enemigos de la democracia.
(Fotos: Pixabay)