¿En qué momento dejamos que nos despojaran de lo más valioso de nuestra existencia que es la paz y la ilusión por vivir?
Aminta Buenaño
Hubo una época, no muy lejana, en que Guayaquil se abría como una flor en las noches. La parranda, la bohemia, los lagarteros ofreciendo canciones. Las chicas caminando por las calles. Los deportistas alegres saludando. Las cafeterías de puertas abiertas. Las risas, los chismes, los flirteos, las idas al cine y la población inundando los centros comerciales, los grupos de gente de la mediana edad que salían a estirar las piernas en pos de una juventud fugitiva, los abuelos que acomodaban sus sillas en las puertas para mirar la vida de los otros. Hoy todo es pavor, silencio, miedo.
Un nudo se agolpa en la garganta cuando un extraño se acerca; en las calles miramos a un lado y al otro con un sudor frío recorriendo nuestras nucas; por las noches preferimos no salir, encerrándonos en nuestra casa convertida en cárcel bajo siete llaves.
Casi en puntillas caminamos para que nadie sepa que existimos. Que no se entere el otro, desconfiamos de todo mundo, puede ser el enemigo. Que nadie sepa dónde trabajamos o peor cuánto ganamos.
Nos despertamos cada mañana para entrar en la pesadilla de la vida diaria cuando encendemos el televisor y nos atragantamos con las noticias de los sicariatos, muertes y crímenes horrendos que asolan nuestra ciudad, lo más abominable de la condición humana.
Nos convertimos en paranoicos sin serlo porque habitamos el manicomio mayor en que nos han convertido a Guayaquil, que fue bella, loca, atolondrada y hasta puta, pero siempre libre, altiva y valiente. Y hasta segura.
El olor del miedon es también una forma de control y la manera perfecta con que dominan nuestras vidas. Hace que nos paralicemos, que no protestemos, que agachemos la cabeza como un ratón huidizo y asustado. También es el fértil y próspero negocio de las agencias de seguridad, de la industria armamentística, del crimen organizado, de las bandas de delincuentes, del narcotráfico que opera en las cárceles y en las altas esferas del Poder y de los gobiernos autoritarios que a falta de apoyo popular buscan el respaldo de las armas y de las amenazas.
Todos ellos compiten por encerrarnos, por callarnos, por enmudecernos, por mantenernos día a día en el miedo y la incertidumbre sin poder razonar, envenenados por emociones negativas.
Vivimos en una tierra de nadie en donde puede pasar de todo y nadie se inmuta, en donde los poderosos violan la Constitución y la ley, en donde la mentira se convierte en verdad cuando es repetida mil veces por los dueños de los micrófonos y la verdad “administrada” es prostituida por los troll centers y por la prensa que recibe anuncios publicitarios; en donde la impunidad tiene la aprobación del Poder hundido en los más sucios y denigrantes negocios, en donde la codicia de la banca y de los más ricos es insaciable e interminable, en los continuos atropellos al bienestar y seguridad ciudadana, en donde el gobierno prefiere guardar el dinero de sus ciudadanos en reservas internacionales para pagar a los tenedores de bonos mientras el pueblo hambriento carece de toda obra social que por justicia le corresponde.
Pero muchos callan porque tienen miedo.
Incluso ahora perdemos comunicación porque nos manipulan con el miedo.
Cuando me veo en la necesidad de coger un taxi, antes de entrar al vehículo, esa caverna oscura en donde han sucedido algunos horrores, tomo fotos de la placa y del rostro medio aturdido o medio perplejo del taxista y comento en voz alta, como quien no quiere la cosa, que estoy enviando fotos a un supuesto padre o a un supuesto marido o a un amigo que va seguir digitalmente la carrera, aunque las fotos me las envié a mí misma. Todo por el terrible miedo que me embarga a ser víctima de algún secuestro o extorsión. Nadie está libre en esta ciudad y los privilegiados que están libres tampoco van a tirar la primera piedra.
Guayaquil, esa ciudad llena de risas y de apretado calor, se nos va yendo por el desagüe de una paz herida de muerte.
Delincuencia ha habido siempre, desde los orígenes de la humanidad, pero a la delincuencia se la combate con rigor. No puede ser que muestre sus desvergüenzas, impune por las calles, que mande en las cárceles, que tenga influencia en el gobierno nombrando ministros a la carta y que amedrente con amenazas a la justicia. No puede ser que existan escuelas de sicariato en donde los niños aprenden a matar antes de aprender a leer. Es descorazonador cuando conocidos medios digitales nos muestran audios y pruebas con voces de personas cercanas al Poder y vinculadas a mafias internacionales, porque cuando un estado pierde la guerra contra la delincuencia es porque está infiltrado por esa misma que dice combatir.
Con miedo no hay desarrollo económico, emprendimiento ni inversión. Solo unas terribles ganas de migrar.
Lo más terrible es la normalización del miedo. Ya no nos sorprenden los asesinatos en las cárceles, no nos llama la atención los niños que mueren como víctimas colaterales, nos terminamos acostumbrando a considerar normales crímenes nunca vistos como personas decapitadas, colgadas en puentes, ensacadas, descuartizadas, baleadas, coches bomba, cabezas de gente convertidas en balones de fútbol.
La normalización nos conduce a la insolidaridad, al egoísmo salvaje, al sálvese quien pueda. Y en la normalización ayuda el sistema, los medios de comunicación y nuestra propia conducta como si eso formara parte del pago al peaje por sobrevivir.
Pero hay que enfrentar al miedo con unión y organización comunitaria, con educación preventiva, con liderazgos fuertes y honestos, con el uso de los instrumentos democráticos para castigar a los gobernantes que nos han conducido al caos, con participación ciudadana y representación pública ante los mecanismos de poder, con organismos sociales unidos para combatir al crimen, con planes públicos que ataquen las causas que originan la violencia, y naturalmente, con el apoyo de las fuerzas del orden y de la justicia debidamente depuradas de elementos indeseables que se han infiltrado en sus filas. PL
(Fotos: Pixabay)