Conocí el término “hegemonía” cuando, siendo un adolescente precoz, leía mucho sobre política internacional. En este caso, describía la esfera de influencia de un país.
Más tarde, en la universidad, descubrí que lo utilizaban los marxistas para referirse al dominio ideológico del capitalismo.
Aprendí a distinguir estos usos, por sus diferentes pronunciaciones; ¡aunque no estoy seguro de cuánto se relacionará esto con nuestros lectores en la edición española de The Prisma!
Para los teóricos de la política, se pronunciaba con una “g” dura, como en “get”. Para los ideólogos, tenía una “g” suave, como en “gesto”. Esta simple observación fue una taquigrafía útil para detectar las preferencias políticas de los distintos interlocutores.
Entre los marxistas, la “hegemonía” fue desarrollada por el teórico comunista italiano Antonio Gramsci, que murió en prisión bajo los fascistas.
Raymond Williams popularizó la idea para los teóricos de la cultura en la década de 1970, en “Keywords. Un vocabulario de cultura y sociedad”.
Por su parte, Perry Anderson escribió recientemente un libro sobre el tema: “The H-word. La peripecia de la hegemonía”.
Gramsci trataba de entender cómo, dentro de la democracia liberal, tanto como bajo el fascismo, la clase obrera no se convirtió en una clase revolucionaria de pleno derecho.
Elaborando la sugerencia de Marx, en “La ideología alemana”, de que las ideas dominantes son las ideas de la clase dominante, Gramsci señaló cómo estas ideas son a menudo aceptadas como sentido común normal por la sociedad.
Entonces propuso que era necesaria una lucha ideológico-cultural antes de que se produjera la revolución, para que el proletariado llegara a una conciencia de clase activa.
Así podría desarrollarse una contrahegemonía, que podría atraer a otros elementos marginados de la sociedad como aliados de la clase obrera.
En Occidente, sin embargo, las perspectivas revolucionarias han retrocedido, debido a factores externos e internos. En primer lugar, la desaparición de la URSS eliminó el comunismo como alternativa creíble al capitalismo.
Simultáneamente, la clase obrera, en los países desarrollados, fue comprada con éxito, sedada, por las promesas consumistas.
La izquierda, por tanto, buscó candidatos alternativos como sujetos de cambio radical: en las mujeres, los gays o los pueblos indígenas, por ejemplo.
De este modo, el terreno del conflicto político, y por tanto el concepto de hegemonía, se desplazó de lo económico a lo cultural.
Aunque las desigualdades siguen existiendo, y sus agendas no están del todo conseguidas, se han producido avances en todos estos ámbitos, al menos en el plano formal, de las instituciones académicas y de la legislación parlamentaria.
Sin embargo, al ser la hegemonía un concepto esencialmente conflictivo, se ha producido una paradójica reacción conservadora.
Por ejemplo, el concepto de Gramsci es desplegado ahora por pensadores de la Alt-Right, como Steve Bannon, en su propia lucha por recuperar las alturas de mando ideológicas.
El problema para la izquierda es que ha olvidado que sus ideas no son evidentemente “verdaderas”, sino construcciones sociales.
Además, la experiencia de Rusia y China ha demostrado que tanto la izquierda como la derecha pueden engendrar versiones totalitarias de la hegemonía ideológica.
Como ha señalado Slavoj Žižek, de la ideología en general: sabemos que está presente, cuando nuestras creencias parecen totalmente “naturales”. Esto se aplica igualmente a las ideas de la izquierda.
Tenemos que dudar más de nosotros mismos, relativizar a los relativizadores y aplicar la hermenéutica de la sospecha a todos los ámbitos del pensamiento, incluso al nuestro.