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Política rusa y arquetipos internacionales

La respuesta rusa a Occidente han caído típicamente en dos bandos, y vemos que esto está ocurriendo de nuevo hoy.

 

Steve Latham

 

Por un lado estaban aquellos a los que se les puede llamar “modernizadores”, u “occidentalizadores”, porque vieron el modelo para el desarrollo futuro de la modernización en copiar el ejemplo occidental.

En contraposición, estaban aquellos que rechazaban a Occidente y preferían un renacimiento nacional en líneas claramente rusas: se les llamaba frecuentemente “eslavófilos”.

En el siglo XIX, los modernizadores podían dividirse en dos bandos, de los cuales ambos aceptaban la crítica de la Ilustración de la tradición y religión como oscurantismo.

En primer lugar, estaban los que acogieron la democracia liberal, los derechos humanos y la libre empresa capitalista. En segundo lugar, estaban los radicales, los socialistas y los comunistas, que tomaron una dirección más revolucionaria.

Los eslavófilos, sin embargo, acogieron el legado cultural y religioso de la Madre Rusia. Ellos se opusieron al efecto ideacional del individualismo occidental, pero adoptaron posturas políticas diferentes.

Algunos se volvieron ultraconservadores, apoyando a la monarquía absolutista, mientras que otros vieron las tradiciones del colectivismo campesino, como una alternativa particularmente rusa al comunismo impío.

Estas dos amplias corrientes son visibles en Rusia hoy día. Entre ideólogos como Levertov y Dugin, la mística del nacionalismo ruso se funde en un movimiento neofascista contemporáneo.

La grupa comunista no es muy diferente a estos, habiendo transformado su lealtad estalinista a la URSS en lealtad hacia Rusia como tal.

Mientras tanto, en la vena modernista, Navalny defiende ahora las reformas democráticas liberales y está en prisión por su valentía.

Putin parece ser un operador cínico, recibiendo a propósito la aprobación de los tradicionalistas, quienes apoyan una nación geopolíticamente fuerte, pero sin ofrecerles ningún compromiso real.

Vemos estas dos tendencias generales en otros países, po  rque representan la respuesta arquetípica a la relajación del vínculo interpersonal bajo la solvencia societaria de la modernidad capitalista.

Por ejemplo, al igual que los eslavófilos tradicionalistas polacos y húngaros, los regímenes conservadores están desafiando las normas europeas en cuanto a los derechos de los LGBTQ y el trato de inmigrantes, para defender la sociedad tradicional.

Algo parecido ha ocurrido en los EE.UU. con la presidencia de Trump, que, al menos, de manera retórica, revirtió la marea neoliberal en la economía internacional. En cualquier caso, un nacionalismo nostálgico ha asomado la cabeza, en esfuerzo por detener el reloj histórico, desafiando así la idea de un progreso lineal, inevitable e irreversible.

Cada uno de ellos se ha aliado también con formas conservadoras de la religión, en especial, oponiéndose a la relajación de las leyes en cuanto al aborto y a los derechos de los LGBTQ.

No es que los líderes, especialmente Trump y Orban, fueran conocidos anteriormente por su religiosidad o moralidad personal. Para ellos, la religión ha servido como herramienta de movilización política reaccionaria.

Aunque han surgido presiones populistas similares en Gran Bretaña, falta la presencia de la religión en la mezcla ideológica.

El mismo conservadurismo cultural y el estrecho nacionalismo son aparentes. Sin embargo, el secularismo está mucho más avanzado.

El sexo y la sexualidad no juegan por lo tanto un papel tan importante en la estrategia del gobierno.

Tampoco lo hace el énfasis en el cristianismo como un adherente colectivo nacional.

Si bien, el comportamiento del Primer Ministro Johnson muestra el mismo cinismo, aquí somos testigos de un romanticismo desnudo  y retrógrado.

(Traducción de Lidia Pintos Medina) – Fotos: Pixabay

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