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Los acuerdos poco realistas del COP2

No es la primera vez, ni será la última, en que los gobiernos aprueban medidas para combatir el calentamiento global sin que tales acuerdos lleguen a concretarse.

 

Juan Diego Garcia

 

Esa parece ser la preocupación que está provocando manifestaciones de protesta por todo el mundo, en especial de colectivos de jóvenes y de grupos de ecologistas. Todos basan sus exigencias en los análisis de las principales voces de la ciencia y en las movilizaciones sociales de diversos colectivos.

Duchas movilizaciones las adelantan desde las comunidades rurales afectadas por la deforestación, la minería a cielo abierto, la construcción de infraestructuras o la agroindustria hasta los habitantes de las grandes urbes (en un mundo ya muy urbanizado) que se ahogan literalmente por la creciente polución.

La cuestión reside en saber por qué esas recomendaciones de la ciencia no son asumidas como tarea urgente por la mayoría de los gobiernos y cuáles son los motivos reales que obstaculizan las decisiones políticas necesarias.

Pero, sobre todo, hay que saber quiénes posen un poder evidentemente inmenso para evitar que las autoridades, nacionales e internacionales decidan, en nombre de la inmensa mayoría de la humanidad, qué producir o qué no, de manera que la actividad económica no cause los daños, tantas veces irreparables, que están poniendo en riesgo la misma sobrevivencia de la especie humana y del mundo tal como hoy lo conocemos.

La razón fundamental reside en aquellos que deciden realmente qué producir y qué no producir.

En el actual orden capitalista la consideración primera que dirige la conducta de los dueños del capital es la de asegurar los beneficios, aunque ello signifique someter a los trabajadores a condiciones de explotación salvaje, e imponer al medio natural un saqueo que lo deteriora, a veces irreversiblemente. Y en el mejor de los casos, lo que hace es poner sobre la sociedad los altos costes que supone las tareas de intentar reparar el daño causado.

Este es un principio de la misma naturaleza del capitalismo que el actual modelo neoliberal asume sin limitación alguna y que se ha convertido en el alma misma de la actividad económica, en la única forma –afirman- de asegurar el progreso.

Es la manera como entienden la libertad. Le dejan al Estado solo la tarea de asegurar ese orden de cosas, así sea mediante una desmedía represión.

Dicha represión no excluye formas contrarias  al Estado de derecho burgués: en las metrópolis, las actuales manifestaciones de neofascismo de la derecha neoliberal más extrema y en la periferia del sistema –el mundo pobre y “dependiente”- el renacimiento de nuevas formas de colonialismo que permiten a las transnacionales proceder literalmente como nuevos conquistadores del Nuevo Mundo.

Mientras esta correlación mundial de fuerzas no experimente cambios significativos no es posible que se cumplan las recomendaciones de la ciencia y las solemnes proclamas del COP26 y de instancias similares.

Pero la crisis actual del modelo neoliberal en el mundo impone al capital la necesidad de buscar soluciones.  Y la cuestión medioambiental es una de las principales.

Lo es porque la decisión de qué producir y en qué condiciones no podría seguir siendo tarea exclusiva de los empresarios. Hay que devolver al Estado muchas de las funciones que le han servido al sistema –en el modelo keynesiano- para impulsar la mejora de las condiciones generales de vida y para establecer ciertos controles indispensables que impidan que la desmedida ambición del empresario no termine por poner en riesgo al sistema mismo.

Los principales centros del poder mundial y los gobiernos respectivos parecen inclinarse por esa búsqueda. Tan solo los impulsores sin freno del modelo neoliberal insisten en mantener ese modelo sin cambio alguno (lo hace casi siempre la llamada extrema derecha política). Los sectores sensatos del establecimiento sugieren la necesidad de introducir cambios, muchos de los cuales podrían resultar similares a las propuestas de la ciencia y de eventos como el COP26 y similares.

En Europa, por ejemplo, dos sectores de la gran empresa parecen apostar por orientaciones de este tipo: las energéticas y las del automóvil, ambas muy importantes en el conjunto del sistema. Ambas, por supuesto, requieren generosos recursos públicos para la investigación y la inversión directa.

Las llamadas energías renovables (solares, eólicas, del hidrógeno y otras similares) como reemplazo del carbón, el gas y el petróleo no solo tienen un impacto muy significativo en la reducción del calentamiento global,sino que permiten a La Unión Europea encontrar sustitutos a unos recursos muy escasos en el Viejo Continente.

La energía atómica sigue siendo un tema de debate intenso porque si bien no contribuye al calentamiento global si tiene un impacto muy negativo en el medio ambiente con los residuos que se generan.

Que sean lo gobiernos quienes impulsen tales proyectos política y económicamente no parece preocupar a los ideólogos del actual modelo de capitalismo que hasta ayer sostenían aquello de que “el Estado no es la solución, es el problema”.

Pero no es una conducta nueva del capital; lo ha hecho siempre que en las crisis requiere la ayuda pública.

Otro tanto sucede con la industria del auto tradicional que ahora apuesta por el coche eléctrico o de hidrógeno. De conseguirse esa reconversión se hará respirable en buena medida el aire de las grandes ciudades.

Que la inversión mayor (en investigación y financiamiento) recaiga siempre sobre el Estado debería llevar a recuperar el rol de lo público en la economía.

Se habrá dado un paso importante si tan solo se consigue recuperar para el Estado controles decisivos sobre la producción. Y será mucho mejor si, superando el modelo neoliberal, se recupera para lo público áreas de la economía que este modelo regaló, literalmente, a la iniciativa privada.

Por lo que respecta a la periferia del sistema (el mundo pobre del planeta) algunas medidas pueden limitar la acción empresarial que causa graves daños a las comunidades y a la misma naturaleza.

Tales políticas solo serán el fruto de gobiernos progresistas que consigan someter a su propia burguesía (tan servil y protegida) y establecer vínculos nuevos, de mutuo beneficio entre sus países y los poderes metropolitanos. Se trata de erradicar la deforestación (en la Amazonía es dramática); de terminar con las formas inhumanas de la minería a cielo abierto y de la explotación petrolera y de gas, que someten a la miseria a las poblaciones y saquean recursos que deberían estar dirigidos al propio desarrollo de sus naciones.

Se trata de dar un giro radical a la agricultura priorizando el mercado interno y buscando la soberanía alimentaria, limitando o eliminando –si se puede- la actual agroindustria.

Medidas como éstas harían que los acuerdos del COP26 fuesen realistas.

(Fotos: Pixabay/License   )

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